miércoles, septiembre 28, 2005

Serenade to music

Inglaterra, centro de cultura musical desde el medievo hasta hoy, careció de un sólo compositor de genio desde la muerte de Purcell hasta la madurez de Elgar. Doscientos años en los que el público inglés aplaudió a Haendel, a Haydn, a Mendelssohn y a Dvorak, haciéndolos suyos en mayor o menor medida, elevándolos a la categoría de héroes de la cultura inglesa, sin que ningún nativo pudiese alcanzar tales cimas.
Elgar fue sin duda un compositor de genio, e inglés. Sin embargo su música no era de factura ni inspiración nacionalista. Inglaterra tendría que esperar a la madurez de Vaughan Williams para escuchar música inglesa con mayúsculas. Una espera que resultaría tan larga como provechosa.

Ralph Vaughan Williams fue un compositor tremendamente personal y aún así, tremendamente inglés. Su profundo conocimiento de la música británica, tanto popular como del rico tesoro renacentista —Byrd, Tallis, etc.—; unido a una gran técnica, adquirida con maestros como Ravel, y a un don innato para la melodía memorable hizo su música atractiva para todos e irresistible para los ingleses. En su país su legado permanece como uno de los monumentos culturales del siglo XX y su influencia fue enorme sobre toda una generación de compositores más jóvenes.

A menudo —sobre todo desde el continente— se le ha acusado de ser un trasnochado epígono del romanticismo. Es cierto que mientras Vaughan Williams esculpía sus obras maestras en un lenguaje postimpresionista y comprensible, el resto de Europa experimentaba con sonidos de vanguardia —atonalismo, dodecafonismo, bruitismo y miles de -ismos más—. Pero también es de justicia reconocer que el inglés fue siempre un músico de desarrollo tardío, que la mayor parte de su obra fue escrita con más de cincuenta años y que el público inglés ha favorecido siempre lo tonal y la accesible por encima de lo innovador. Su longevidad —sus últimas sinfonías las compuso ya octogenario— puede hacer olvidar el hecho de que realmente pertenece a la generación de Debussy y Ravel.

Fue precisamente en Inglaterra donde se celebraron los primeros conciertos públicos, con ánimo de explotar un creciente interés de las clases medias por la música culta, hasta entonces reservada a los salones aristocráticos. Gracias a empresarios como J.P. Salomon, organizador de las fructíferas giras londinenses de Haydn, la música culta penetró profundamente en el modo de vida británico.

Cien años más tarde, en 1895, un empresario llamado Robert Newman organizó una serie de conciertos con el ánimo de llegar a un público hasta entonces ajeno a este tipo de eventos. Con este fin permitió a los asistentes fumar, beber y comer dentro de la sala. La audiencia podía caminar libremente alrededor del escenario, lo cual dio nombre a los conciertos: "promenade" (paseo). Para el primer "prom" escogió como director a un joven londinense llamado Henry Wood, quien luego sería el encargado de elevar estos modestos conciertos al rango de acontecimiento cultural de primer orden que ocupan hoy, cien años más tarde.

Para el ya septuagenario Wood, convertido por entonces en un icono cultural inglés, escribió Vaughan Williams su "Serenata a la música". Lo que en principio iba a ser nada más que una obra de circunstancias, en conmemoración de los cincuenta años de carrera profesional de Wood, se convirtió en una de las más perdurables y admiradas composiciones de Vaughan Williams. El porqué de esta admiración es evidente desde el primer compás:

De la sutil evocación nocturna de la orquesta nace una cálida melodía (violín solo) que instantáneamente nos transporta a los jardines mediterráneos en los que se desarrolla la escena de El mercader de Venecia. Envueltos por la "suave calma de la noche" se difumina nuestra noción del tiempo hasta desaparecer. Como si surgieran de la misma magia nocturna, las voces de los cantantes (primero sopranos, luego tenores) comienzan a recrear las palabras de Shakespeare:

How sweet the moonlight sleeps upon this bank!
Here will we sit, and let the sounds of music
Creep in our ears: soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony.

(Cuán dulcemente duerme el claro de luna sobre ese bancal de césped!
Vamos a sentarnos allí y dejemos los acordes de la música
que se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la noche
convienen a los acentos de la suave armonía.)

Las voces se mezclan con la orquesta, nacen de ella como las estrellas nacen de la oscuridad del cielo. El efecto es milagroso de tan natural. Continúan, frase a frase, alternándose los cantantes (16 en la versión original):

Look, how the floor of heaven
Is thick inlaid with patines of bright gold:
There's not the smallest orb that thou behold'st
But in his motion like an angel sings
Still quiring to the young-eyed cherubins;
Such harmony is in immortal souls;
But, whilst this muddy vesture of decay
Doth grossly close it in, we cannot hear it.

¡Mira cómo la bóveda del firmamento
está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente!
No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas
que con sus movimientos no produzca una angelical melodía
que concierte con las voces de los querubines de ojos eternamente jóvenes.
Las almas inmortales tienen en ella una música así;
pero hasta que cae esta envoltura de barro
que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos escucharla.

De improviso, la música se anima en una fanfarria:

Come, ho! and wake Diana with a hymn:
With sweetest touches pierce your mistress' ear,
And draw her home with music.

¡Eh, venid y despertad a Diana con un himno!
¡Que vuestros más dulces sones vayan a impresionar los oídos de vuestra señora
y traedla hasta su morada con música!

La animación prosigue por un breve tiempo, para volver finalmente al clima soñador y tranquilo del comienzo. Las últimas palabras caen con un toque de suave nostalgia:

soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony

Despertamos entonces, con en el eco de la dulce armonía todavía en nuestros oídos y la impresión de haber atisbado el sublime coro de los querubines.


(Traducción de Shakespeare tomada de Luis Astrana Marín)

martes, septiembre 27, 2005

Por los caminos cubiertos de hierba

Hasta bien mediado el siglo XIX podía decirse que Europa hablaba un único idioma musical. Con leves variaciones (mas idiosincráticas que geográficas) el romanticismo germánico se mantenía como koiné de un imperio sonoro que abarcaba desde las estepas rusas hasta los Estados Unidos. Lo mismo había sucedido con anterioridad con el estilo clásico, el galante y el último barroco.

Esta hegemonía centroeuropea comenzaría a perder fuerza por motivos políticos más que musicales. La ola de revoluciones del 48, los movimientos independentistas, la toma de conciencia nacional por parte de millones de súbditos de los grandes imperios (Austríaco, Otomano, Ruso) forzaron un cambio intelectual entre los músicos europeos. De repente, la música no sólo tenía que ser música, sino reivindicación cultural de una identidad propia.
Con esta idea en mente cientos de musicólogos se lanzaron a la búsqueda de esa identidad perdida, buceando en la fértil mina del pueblo rústico. Se visitaron aldeas ignotas donde se suponía que todavía perduraban las esencias identitarias y se publicaron vastas recopilaciones de canciones populares dictadas por pastores y campesinos. Este material fue rápidamente incorporado a centenares de nuevas composiciones, idénticas en todo lo demás a las escritas una década antes. Pronto compositores y público fueron conscientes de que este método tan simple traicionaba tanto el espíritu de la música popular —cuyas melodías no podían soportar el grandilocuente tratamiento propio del romanticismo— como al nacionalismo —fuera de su contexto el color local se difuminaba hasta desaparecer. A pesar de lo antedicho, un puñado de compositores (Rimsky-Korsakov, Mussorgsky y Borodin en Rusia; Dvorak y Smetana en Chequia) fueron profundizando en el espíritu (y no sólo en la letra) de su foclore, dejando varias obras maestras en el camino.

Con el cambio de siglo llegó un nuevo enfoque hacia el nacionalismo musical. De la mano de musicólogos más rigurosos, nuevos músicos comenzaron a escribir una música de nuevo cuño. Rechazando las formas ampulosas del tardorromanticismo, estos segundos nacionalistas buscaron no folclorizar un estilo, sino crear, a partir de sus raíces ancestrales, un nuevo idioma. Este exitoso movimiento alcanzó sus más grandes cimas de la mano de Bela Bartók, cuyo trabajo con el folclore húngaro, búlgaro y rumano inspiró a una nueva generación de músicos. Simultáneamente, algunos autores de la primera hornada nacionalista dejaron notar esta nueva influencia en sus obras, aunque ninguno con el éxito de Leos Janácek.

Uno de los más tardíos genios de la música, Janácek rondaba los cincuenta años cuando por fin encontró su voz personal. Hasta entonces había sido un apreciado maestro en su Moravia natal; autor poco destacado de un buen número de composiciones tardorrománticas de cierto sabor bohemio. Para su cuarta ópera —Jenufa— decidió prescindir de toda convención y basarse únicamente en el ritmo natural del idioma checo y en la música morava que conocía desde su niñez. Jenufa no logró el éxito inmediato, pero con el tiempo acabó convirtiéndose en estandarte de la nueva música checa. Janácek no abandonaría este estilo hasta su muerte, componiendo en esas dos décadas seis óperas y un buen número de obras más, cada una más perfecta y más personal que la anterior.
Esta explosión de juventud, paradójica en un hombre casi anciano como Janácek se ha explicado muchas veces como producto de su tardío amor por la joven Kamila Stösslová (pasión probablemente platónica y no correspondida: ambos permanecieron casados). Si bien Janácek hizo de Kamila su musa, componiendo varias de sus mejores obras como muestras de su amor, lo cierto es que esta inesperada explosión de genio no puede ser explicada de forma tan simple.

Un grupo de pequeñas piezas para piano, compuestas en la misma época que Jenufa, sirven como magnífico ejemplo del arte de Janácek. Agrupadas bajo el nombre de "Po zarostlém chodnícku" (Por caminos cubiertos de hierba), estas miniaturas forman una suerte de diario íntimo. Escritas poco después de la muerte de su hija Olga tras una larga enfermedad, evocan con nostalgia los momentos felices, los sufrimientos de la enfermedad y el vacío de la muerte. El lenguaje es totalmente checo: ritmos y melodías parecen nacer, brotar de los campos atravesados por los caminos del título. El sentimiento es, sin embargo, propio de Janácek. Su capacidad para evocar las más variadas situaciones y estados de ánimo —fundamento de sus exitosas óperas— aparece sublimada aquí. Con unas pocas notas transporta al oyente a un mundo interior de nostalgia y dolor, sobre todo en la primera pieza ("nuestras veladas") y en la desgarradora "angustia inexpresable". Ésta describe la larga enfermedad de Olga y la angustia impotente de su padre. La serie termina con un despreocupado y saltarín Vivo:hay luz más allá de las sombras.

Algunas de estas piezas resultarán familiares a muchos cinéfilos. Fueron utilizadas en la banda sonora de la película inglesa "La insoportable levedad del ser". En particular la nº 4, "Nuestra Señora de Frydek" ocupa un lugar prominente asociado al personaje de Juliette Binoche (Tereza).

lunes, septiembre 26, 2005

Ocioso lector:

Puede ser que la posición inusual de este exordio te sorprenda. Es posible que al leer estas líneas pienses que algo está fuera de lugar. Tienes toda la razón. Despeñar un prólogo de su privilegiada posición es delito de lesa canonicidad, penado con al menos una ceja levantada. Sin duda su ausencia te habría parecido menos preocupante —propio de hombres es menospreciar los preliminares para entrar al fondo del asunto. Y sin embargo puedo darte no menos de tres buenas razones para justificar mi falta.

En primer lugar, nadie lee los prólogos —si acaso una vez terminado el libro—, por lo que son familia de los manuales del televisor, prospectos de píldoras y otros panfletos cuya lectura es de poco provecho y puede ser obviada para pasar directamente a la acción. Como todos los preliminares.

Y si acaso la ociosidad del lector fuese tan grande o tan desesperada de pasatiempo como para aventurarse a la lectura, el chasco suele ser mayúsculo. Nada aburre más que contemplar al autor desmitificando su trabajo, revelando sus influencias o agradeciendo a algún maestro suyo de primaria ya fallecido y que por tanto no puede dar testimonio de sus gamberradas impúberes.

Pero la razón última, y más importante, es también la más pragmática: cuando comencé a escribir, no tenía claro más que a quién quería dedicar la primera entrada. Difícilmente podría comunicarte mis intenciones cuando yo mismo las desconocía. Si la única información útil que contiene un prólogo es precisamente constreñir el marco mental del lector, orientando su interpretación para que coincida —dentro de lo posible— con las intenciones del autor, el prólogo que pudiera haber escrito hubiese sido, por fuerza, inútil. Asimismo como anarquista empedernido estoy en contra de cualquier limitación impuesta, sobre todo si es innecesaria. Libre soy para escribir sobre y como me apetezca. Libre eres para malinterpretarlo como quieras.

Hasta aquí el porqué de este prólogo descolocado (o prólogo al prólogo). Demos comienzo al segundo acto.


Image hosted by Photobucket.com

Bertrand Russell, en su breve ensayo "Conocimiento inútil", cuenta cómo hacer más dulces los melocotones:

"Curious learning not only makes unpleasant things less pleasant, but also makes pleasant things more pleasant. I have enjoyed peaches and apricots more since I have known that they were first cultivated in China in the early days of the Han dynasty; that Chinese hostages held by the great King Kanisaka introduced them into India, whence they spread to Persia, reaching the Roman Empire in the first century of our era; that the word "apricot" is derived from the same Latin source as the word "precocious" because the apricot ripens early; and that the A as the beginning was added by mistake , owing to a false etymology. All this makes the fruit taste much sweeter."

"El conocimiento curioso no sólo hace menos placentero lo desagradable, también hace más placentero lo agradable. Disfruto más de los melocotones y albaricoques desde que sé que fueron cultivados en China en los primeros días de la dinastía Han; que los rehenes chinos capturados por el gran rey Kanisaka los introdujeron en la India, desde donde se extendieron a Persia, alcanzando el Imperio Romano en el primer siglo de nuestra era; que la palabra "apricot" (albaricoque) se deriva de la misma familia que la latina "precoz" porque el albaricoque madura temprano; y que la A inicial fue añadida por error, debido a una falsa etimología. Todo esto hace que la fruta sepa más dulce."

Russell tiene razón. Apreciamos más lo que nos gusta cuanto más conocemos. Por un lado las historias añaden un toque de color, un poco de magia al prosaico melocotón de cada día. Por otro el aura (todo aquello que rodea a la obra: comentarios, interpretaciones; circunstancias en suma) es parte fundamental del disfrute. Esto es lo que yo quería ofrecerte: un azucarillo de magia que endulce tu experiencia.

Siendo ésta mi idea principal, una segunda intención vino a matizar mis objetivos: ayudar al que se comienza, al que todavía se encuentra fuera del círculo viéndose incapaz de romper su barrera de exclusividad —qué difícil es a veces penetrar en ciertas partes de la Cultura "sólo para iniciados"—. Así intento sugerir puertas, túneles y pasadizos para entrar en el laberinto; indicaciones para perderse e hilos de Ariadna para encontrarse. Y, ya de paso, procuro acercarte a la música paradójicamente más lejana, que es la de nuestro tiempo. Que sean largos y fructíferos tus extravíos y saluda al minotauro de mi parte; pobre Asterión, pasa demasiado tiempo solo.