lunes, octubre 24, 2005

Y cinco más, diez

  1. Beethoven. 9ª Sinfonía. Wand. RCA Sound Dimension.
  2. Mozart. Cuartetos "La caza" y "Las disonancias". Alban Berg. Apex
  3. Stravinsky. Petruchka. La consagración. Boulez. Universal.
  4. Debussy. El mar. Preludio a la siesta de un fauno. Cuarteto de cuerda. Estampas. Preludios. Syrinx. Nocturnos. Sonata para cello y piano. Karajan/Abbado/Tilson-Thomas/Melos/Rostropovich/Richter/Benedetti-Michelangeli. DG Panorama (doble)
  5. Falla. El amor brujo. El sombrero de tres picos. Noches en los jardines de España. Concierto para clave. Canciones populares españolas. Cuatro piezas para piano. Psyché. Tombeau de Claude Debussy. Dutoit/Frühbeck de Burgos/Larrocha/Rattle/Constable/Horne. Decca Double. (doble)
Continuando con la serie de recomendaciones que iniciamos la semana pasada, he aquí cinco propuestas más, seleccionadas con los mismos criterios: accesibilidad, calidad y precio. En esta ocasión nos introducimos en el repertorio clásico, que habíamos descuidado saltando de Bach a Schubert. Los dos cuartetos de cuerda de Mozart son la música de cámara por antonomasia, y la novena de Beethoven la sinfonía más conocida de todo el repertorio. Es de admirar el vigor inaudito del octogenario Wand (el más longevo de los grandes kapellmeisters alemanes) y el empaste y virtuosismo del cuarteto Alban Berg.
Las otras tres sugerencias pertenecen de lleno al siglo XX. La energía rítmica rompedora de Stravinsky, en manos de uno de sus más grandes traductores; el perfume impresionista debussiano en una recopilación que asombra por la calidad de los intérpretes y lo variado de la propuesta: preludios y estampas para piano; cuarteto de cuerda, sonata para cello y Syrinx representando a la música de cámara; y las grandes obras orquestales: "Le mer", los nocturnos y el preludio.

Y ya por último una gran selección de nuestro más conocido compositor patrio, a cargo de grandes especialistas (Alicia de Larrocha, Frühbeck de Burgos).

martes, octubre 18, 2005

Sonido de la guerra


Luis de Pablo es el más conocido de los compositores españoles actuales. Su estilo personal y comunicativo le ha granjeado un éxito internacional que, desafortunadamente, no siempre ha tenido la misma trascendencia en su país. Bilbaíno de nacimiento, allí reside cuando su intensa actividad —como profesor, conferenciante, jurado o animador— se lo permite. Prolífico y de talante aventurero, ha tocado todos los géneros, con una predilección especial por los grupos pequeños en los que su natural intimismo y su don expresivo brillan con mayor intensidad.

En sus casi cincuenta años de carrera la música de de Pablo ha sufrido una evolución constante. Como otros miembros de su generación (Cristóbal Halffter, Carmelo Bernaola, Joan Ginjoan; colectiva e inexactamente conocidos como generación del 50) sus años de formación transcurrieron en el primer período oscuro de la dictadura. En plena autarquía y exacerbación de lo patrio y de la raza, toda una generación de españoles creció ignorando no ya las nuevas tendencias, sino todo aquello que sonase a moderno. Así, las bases de la enseñanza española del momento estaban enraizadas en el siglo XIX, obviando por completo más de cuarenta años de evolución artística. Cuando por fin las puertas se abrieron tímidamente, el torrente de nueva información que asimilar era de tales proporciones que supuso un pequeño cataclismo para los jóvenes compositores. Sería natural que una situación así, la tendencia imitativa propia de la inmadurez artística llevase a la producción de multitud de obras poco originales, basadas en tal o cual escuela recién descubierta. Sin embargo, Luis de Pablo encontró muy pronto su voz personal y, si bien su estilo ha sufrido grandes transformaciones, éstas han llegado de forma natural, dentro de un camino lógico de desarrollo personal. Es muy difícil reconocer en Luis de Pablo adherencias a cualquier escuela o incluso influencias directas.

De entre la amplia producción del compositor bilbaíno, queremos rescatar una de sus obras más significativas. Se trata de "Sonido de la guerra", composición sobre un poema de Vicente Aleixandre del mismo título.

La pieza está escrita para medios muy modestos: seis instrumentos, un pequeño coro femenino (cuatro cantantes) y tres solistas: tenor, soprano y recitador. Un total de trece ejecutantes.

De entre los instrumentos destaca un violonchelo solista que tendrá a su cargo una importantísima tarea. Durante toda la pieza, será el encargado de oponer a las voces —narrativas— el sentimiento, la reacción humana a la tragedia. Para ello de Pablo va a utilizar un discurso rapsódico, libre de todo encajonamiento formal, totalmente melódico. Las líneas vocales, sin embargo, serán lineales, planas y mucho más abstractas, un tanto ajenas a la magnitud de lo que sucede.

La obra, como el poema, comienza con el discurso del brujo (recitador):

El Brujo

Solo quedé. Arrasada está la aldea.

Ah, el miserable

conquistador pasó. Metralla y, más veneno

vi en la mirada horrible. Y eran jóvenes.

Cuántas veces soñé con un suspiro

como una muerte dulce. En mis brebajes

puse el beleño de no ser, y supe

dormir, terrible ciencia última.

Mas hoy no me valió. Con ojo fijo

velé y miré, y seco

un ojo vio la lluvia, y era roja.

Pálido y seco,

y ensangrentado en su interior, cegó.

Con unos golpes de percusión y una melodía plañidera en el violonchelo de Pablo retrata un escenario desolador y tristemente cotidiano. Un episodio cualquiera de una guerra sin sentido cualquiera. Con recursos muy simples (y un sonido nada agresivo para el oído) de Pablo sumerge al oyente en una descripción viva, palpitante. Le introduce de lleno en el mundo del poema de Aleixandre para no dejarle escapar hasta el último compás.

El soldado

No estoy dormido. No sé si muero o sueño.

En esta herida está el vivir, y ya

tan solo ella es la vida.

Tuve unos labios que significaron.

Un cuerpo que se erguía, un brazo extenso,

como unas manos que aprehendieron: cosas,

objetos, seres, esperanzas, humos.

Soñé, y la mano dibujaba el sueño,

el deseo. Tenté. Quien tienta vive. Quien conoce ha muerto.

Solo mi pensamiento vive ahora.

Por eso muero. Porque ya no miro,

pero sé. Joven lo fui. Y sin edad, termino.

La segunda parte es un dúo entre el soldado moribundo (tenor) y el alma que se resiste a desaparecer (violonchelo). Música desnuda pero conmovedora que se adecúa perfectamente al texto de Aleixandre.

El pájaro

¿Quién habla aquí en la noche? Son venenos

humanos. Soy ya viejo y oigo poco,

mas no confundo el canto de la alondra

con el ronco trajín del pecho pobre.

Miro y en torno casi ya no hay aire

para mis alas. Ni rama para mi descanso.

¿Qué subversión pasó? nada conozco.

Naturaleza huyó. ¿Qué es esto? Y vuelo

en un aire que mata.

Letal ceniza en que bogar, y muero.

La tercera parte prescinde del violonchelo, ya que el protagonista es un pájaro (soprano) que observa la escena y por tanto no tiene lugar el alma humana. El ambiente onírico es realzado por una serie de cambios de ritmo inesperados, que inducen el desasosiego propio de una pesadilla.

La última parte reúne los dos textos restantes del poema:


El soldado

Si alguien llegase... No puedo hablar. No

puedo gritar. Fui joven y miraba, ardía.

tocaba, sonaba. El hombre suena. Pero mudo, muero.

Y aquí ya las estrellas se apagaron,

pues que mis ojos ya las desconocen.

Sólo el aire del pecho suena. El estertor

dentro de mí respira por la herida,

como por una boca. Boca inútil.

Reciente y hecha solo

para morir.

La alondra

Todo está quieto y todo está desierto.

Y el alba nace, y muda.

Pasé como una piedra y fui a la mar.

En este final intervienen consecutivamente el recitador, el tenor y la soprano, reuniendo todos los elementos de las tres partes anteriores. El campo de batalla, la agonía del soldado y el ensueño vuelven a aparecer, se unen, se mezclan y se combinan hasta que la música deviene una sencilla melodía impulsada por ritmos escurridizos. Termina entonces la obra en voz de la soprano, apoyada únicamente por la flauta.

Cinco discos para empezar

Entrar en una tienda especializada en música clásica puede ser una experiencia tan humillante como contemplar el paisaje desde la cumbre de una montaña. Humillante, claro está, en sentido de percatarse de la propia humildad, de la pequeñez del ser humano comparada con el vasto escenario que se extiende ante sus ojos.

Esta humildad que todo aficionado ha sentido alguna vez, revisando estantes y estantes repletos de grabaciones de autores desconocidos, músicos que no suenan de nada y sellos de nombres arcanos es muchas veces motivo suficiente para alejar al primerizo interesado, pero temeroso de su propio desconocimiento. Temiendo el ridículo, muchos dan media vuelta nada más entrar. Otros huyen al percatarse de que sólo de "Las cuatro estaciones" hay dos docenas de grabaciones —y treinta más que podemos pedir, añade solícito el dependiente—.

En un intento de ayudar al neófito y de facilitar el primer paso, hemos recopilado una serie de compactos que cumplen una serie de requisitos artísticos y económicos. Hablando claro, son baratos (unos 6€ c/u); interpretados por grandes (y grandísimos) artistas, bien grabados por sellos de primera fila; y, finalmente, son en su mayor parte obras completas, no minúsculos extractos como los que suelen presentar discos orientados al público primerizo.

La primera lista consta de cinco títulos:

  1. Chopin. Nocturnos, baladas, estudios, valses y polonesa-fantasía. Horowitz. RCA Sound Dimension
  2. Schubert. Quinteto en Do. Brandis. Warner Apex
  3. Chaikovsky. Suites de "El lago de los cisnes", "La bella durmiente" y "Cascanueces". Previn. EMI Encore
  4. Verdi, Puccini, Donizetti, etc. Arias de ópera. Domingo, Caballé, Björling, etc. RCA Sound Dimension.
  5. Bach. Conciertos de Brandemburgo nº 2 y 5. Suite nº 2. Reinhard Göbel. DG Classikon.
Estos cinco compactos cubren un amplio espectro de estilos. De la música romántica para piano (Chopin) a la orquestal barroca (Bach), pasando por obras de cámara (Schubert) y una recopilación de "grandes momentos" de varias óperas. Ninguno de estos discos estaría fuera de lugar en una gran discoteca y, sin embargo, todos son inmediatamente accesibles y atractivos.

martes, octubre 04, 2005

¿Quién mató a la música clásica?

Que las discográficas están en crisis no es ninguna noticia, y los sellos especializados en música clásica no son una excepción. Norman Lebrecht, de profesión pájaro de mal agüero, ha hecho carrera y fortuna a base de profetizar en docenas de medios el fin próximo e irremediable de la industria musical.

Las causas del declive varían según a quién se consulte. Las grandes discográficas, que ya hace tiempo que absorbieron a los sellos especializados, apuntan a Internet y a la piratería; numerosos críticos señalan el envejecimiento de los consumidores y la falta de carisma de los intérpretes actuales; los consumidores, por último, hacen hincapié en los precios inflados y en la falta de incentivos tecnológicos o artísticos para renovar sus colecciones.

Todos tienen su parte de razón. Aunque es difícil encontrarse con discos de Mozart en las aceras, existen numerosas maneras de obtener ingentes cantidades de música a través de Internet. Sin duda un reducido número de melómanos con aficiones tecnológicas se ahorra una buena cantidad de dinero compartiendo sus discos ilegalmente. Son los menos. El perfil del consumidor de música clásica no coincide en absoluto con el del pirata informático. La piratería, entonces, es un problema, pero menor. Puede que la accesibilidad instantánea que proporcionan Internet y los programas P2P esté bloqueando el acceso de un cierto número de consumidores jóvenes al mercado musical, pero difícilmente sus potenciales compras iban a salvar una industria que lleva décadas en recesión.

Y es que el grueso de los aficionados a la música está formado por personas cada vez mayores y no se aprecia ningún esfuerzo por parte de nadie para atraer a la juventud a las salas de conciertos. El dinero destinado a subvencionar la cultura va mayoritariamente a museos y al cine; y en menor medida a los grandes festivales y a orquestas prestigiosas, que alcanzan a un público muy reducido. A los ya aficionados se les presenta una buena oferta, probablemente la mejor que nunca se ha podido disfrutar. Pero acceder a ella es difícil debido al desinterés y al desconocimiento. En este sentido, la política de promoción cultural de la música es el equivalente a exponer un centenar de cuadros de Velázquez en una nave de las afueras sin hacer ningún tipo de promoción, salvo un pequeño cartel colocado en una sala remota del museo menos concurrido de la ciudad.

En el pasado, la barrera entre lo popular y la alta cultura estaba menos definida que hoy en día. Estrellas como María Callas gozaban de un reconocimiento popular similar al de cualquier grupo pop de éxito. Hoy en día, por el contrario, los únicos artistas "clásicos" que gozan de atención mediática son viejas glorias a punto de la jubilación —los tres tenores— o jóvenes "portentos" del crossover —como Vanessa Mae o Bocelli, el tenor ciego. En nuestra era dominada por expertos en relaciones públicas, el carisma es un producto que puede fabricarse como cualquier otro. Si las discográficas eligen promocionar a unos artistas en lugar de a otros no es por sus cualidades innatas, sino por el supuesto beneficio que pueden conseguir. Beneficio que suele encontrarse en el subgénero más popularesco de la música culta, el crossover.

El principal problema para la industria musical es que en las últimas décadas la industria ha devorado por completo lo musical. Todos los grandes sellos (EMI, Decca, Deutsche Grammophon, Teldec, Philips, Columbia, RCA) han sido adquiridos por grandes conglomerados del entretenimiento (Vivendi, BMG, Sony, AOL Time Warner) o han visto como su división comercial crecía hasta controlar por completo la compañía (EMI). Ejecutivos sin ninguna experiencia en las particularidades del mercado clásico tomaron el control estratégico del mercado, inundándolo de productos concebidos en el molde que estaba generando beneficios en otros mercados musicales. Desde el punto de vista económico, su planteamiento no puede ser criticado. Los productos prefabricados que tanto desprecia el aficionado se venden por centenas de miles, mientras que una grabación aclamada por la crítica puede llegar con dificultad a las 15.000 copias.

El corolario de lo anterior es, obviamente, que los departamentos dedicados a realizar esas selectas grabaciones no son rentables. Y por tanto deben desaparecer. Esto es lo que sucede hoy en día y tanto critican Lebrecht y compañía. La desaparición de las grandes compañías que impulsaron la industria discográfica en el último siglo. Es triste, pero tampoco hay que derramar excesivas lágrimas. El mercado sigue ofreciendo un nicho especializado, que compañías más pequeñas (y con una clara vocación cultural, además de comercial) han aparecido para llenarlo. Algunas han resultado tremendamente exitosas en lo económico, como Naxos. Otras se mantienen a duras penas, pero continúan grabando nueva música y aportando su invalorable contribución a la cultura moderna.

Nos hemos comentado nada acerca del precio de los discos. Lo cierto es que es un argumento irrelevante en esta discusión. Los discos de música clásica son igual de caros que los demás, y con más motivo. Una gran orquesta sinfónica alcanza los cien ejecutantes, mientras que el grupo pop más nutrido no llega a la docena. Los gastos de personal y estudio son mucho mayores. Lo único que debe ser motivo de queja entre los aficionados es que los grandes sellos reediten grabaciones realizadas hace cincuenta años sin apenas reducir el precio, cuando prensar un compacto cuesta aproximadamente un euro y todos los gastos del estudio hace tiempo que se han amortizado. Pero como a pesar de las quejas los aficionados seguimos comprando esas viejas grabaciones, impulsados por su aura casi mitológica, los precios no bajan. Son, con los discos de crossover, lo único rentable que las divisiones clásicas pueden ofrecer a sus propietarios. Lógico es que le saquen rendimiento.

En el tintero se quedan aspectos interesantes, como la influencia de los cambios tecnológicos en el mercado discográfico, una comparación entre el comprador de música pop y culta, la revolución Naxos y posibles caminos que los grandes sellos pudieron tomar y descartaron.