viernes, diciembre 02, 2005

Música, música por todas partes

Hace poco hablábamos de los nacionalismos musicales y de como los compositores “serios” habían incorporado elementos populares en su música. Ahora mostraremos como este camino puede recorrerse en ambos sentidos: alguna música “seria” se ha filtrado al acervo popular, a menudo sin que quienes la oyen sean conscientes del origen culto de la melodía que tararean.

Si hiciésemos una encuesta en la calle, preguntando a los viandantes si escuchan música clásica, la mayor parte respondería que no. Lo cierto es que se equivocan. Sin ir más lejos, es imposible acudir a una boda sin escuchar a Wagner o a Mendelssohn. Las dos marchas nupciales más populares (Ta-ta-ta-rá y piripiripíiii-pipiriiiiiriri, disculpen la penosa transcripción) son, respectivamente, de la ópera Lohengrin del primero y de la música para "Sueño de una noche de verano" del segundo.

Más fácil de tararear, la canción de cuna de Brahms se ha convertido con los años en la canción de cuna por anotonomasia, tarareada por miles de madres a quienes el nombre de Brahms no les sugeriría nada en absoluto. "La donna é mobile" de la ópera de Verdi Rigoletto es otra melodía instantáneamente reconocible y tarareada por millones de personas que jamás han ido a la ópera, al igual que el "Fígaro" (Fí-gaaaaa-rooo fi-ga-ro fi-ga-róoooo) de la ópera de Rossini “El barbero de Sevilla”.

También muy conocida es la ópera Carmen. La habanera "El amor es un pájaro rebelde" y los couplets de Escamillo "To-re-a-dor" son melodías que cualquiera reconoce al instante, al haber aparecido en miles de películas, desde Babe, el cerdito valiente a Los padres de ella.

El primer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven es quizás el más reconocible de toda la música orquestal. Su ritmo (ta-ta-ta-TA) coincide con el código morse correspondiente a la letra V y fue utilizado por los aliados durante la segunda guerra mundial como código para Victoria.
Sin llegar al nivel de asimilación de los ejemplos anteriores, muchas otras piezas "clásicas" se han ido incorporando a nuestro ideario colectivo a través de su uso en películas, anuncios y series de televisión. Sin ánimo de ser exhaustivos, podemos citar:

El llanero solitario cabalgaba por las praderas al ritmo de la obertura de Guillermo Tell de Rossini, obertura que figuraba prominentemente en uno de los más famosos cortos de Disney: "El concierto de banda"; en el que Mickey intentaba dirigir esta obertura, mientras Donald se dedicaba a sabotearle interpretando “El pavo en la paja” (una canción infantil anglosajona) al flautín.

El himno a la alegría que forma el último movimiento de la sinfonía nº 9 de Beethoven es ahora el himno de la Unión Europea, aunque ya era mundialmente conocido mucho antes, adaptación de Miguel Ríos incluída.

El requiem de Mozart, o más bien algunos fragmentos, se ha empleado en docenas de películas y anuncios para crear una sensación monumental y solemne.

A pesar del desconocimiento general de la música de nuestro siglo, millones de personas han escuchado obras de Ligeti, Penderecki, Henze e incluso Crumb. Películas como "El exorcista", "El resplandor" o "2001, Odisea en el espacio" utilizaron música contemporánea (escrita evidentemente para otros fines) para lograr ambientes opresivos, siniestros o misteriosos. Stanley Kubrick, en particular, tenía el talento natural de encontrar la música exacta para cada escena. El prólogo de “2001” no sería el mismo sin los mayestáticos golpes de timbal que Richard Strauss escribió para ilustrar el libro de Nieschtze “Así hablaba Zaratustra”; como tampoco el descubrimiento del monolito en la Luna tendría el mismo misterio de no ser por el coro "Lux Aeterna" de Ligeti.

El coro de los esclavos de Nabucco (Va pensiero) ha sido inmensamente popular en Italia desde que se estrenara la ópera de Verdi (cada poco tiempo es propuesto como nuevo himno nacional). En España se hizo famoso en la adaptación de Nana Mouskouri (“Cuando cantas, yo canto por tu libertad”)

Músicas que tienden a reaparecer una y otra vez en películas son:

Adagio de Barber: en escenas fúnebres o dolorosas, vg. catarsis Platoon.
Oh Fortuna! de la cantata Carmina Burana de Orff: escenas épicas, vg. Excalibur.
Cabalgata de las Valkyrias, de la Valkyria de Wagner: escenas épicas también, es famosa sobre todo por la escena de Apocalypse Now.
Aleluya de "El mesías" de Handel: a menudo usado de forma irónica por su connotación de júbilo triunfal.
Tocatta y Fuga en re menor, atribuída a Bach: siempre que aparezca un órgano en escena, no importa que lo toque el capitán Nemo o el conde Drácula.
Pompa y Circunstancia, marcha nº 1 de Elgar: en todas las graduaciones y siempre que se quiera aludir a la ceremoniosidad académica.
Can-Can de Orfeo en los infiernos de Offenbach: música de cabaret decimonónico por antonomasia, p.ej en Titanic o en Moulin Rouge.
Minueto de Boccherini (del quinteto nº 5): siempre que la acción se ambiente en el siglo XVIII.

Miscelánea:

El Vals de la suite de Jazz nº 2 de Shostakovich hace de fondo musical en el anuncio de lotería de navidad conocido como "el del calvo".
La sintonía de las famosas series de animación Érase una vez... (el hombre, la vida, el espacio, etc.) no es otro que el minueto del septimino de Beethoven.

lunes, octubre 24, 2005

Y cinco más, diez

  1. Beethoven. 9ª Sinfonía. Wand. RCA Sound Dimension.
  2. Mozart. Cuartetos "La caza" y "Las disonancias". Alban Berg. Apex
  3. Stravinsky. Petruchka. La consagración. Boulez. Universal.
  4. Debussy. El mar. Preludio a la siesta de un fauno. Cuarteto de cuerda. Estampas. Preludios. Syrinx. Nocturnos. Sonata para cello y piano. Karajan/Abbado/Tilson-Thomas/Melos/Rostropovich/Richter/Benedetti-Michelangeli. DG Panorama (doble)
  5. Falla. El amor brujo. El sombrero de tres picos. Noches en los jardines de España. Concierto para clave. Canciones populares españolas. Cuatro piezas para piano. Psyché. Tombeau de Claude Debussy. Dutoit/Frühbeck de Burgos/Larrocha/Rattle/Constable/Horne. Decca Double. (doble)
Continuando con la serie de recomendaciones que iniciamos la semana pasada, he aquí cinco propuestas más, seleccionadas con los mismos criterios: accesibilidad, calidad y precio. En esta ocasión nos introducimos en el repertorio clásico, que habíamos descuidado saltando de Bach a Schubert. Los dos cuartetos de cuerda de Mozart son la música de cámara por antonomasia, y la novena de Beethoven la sinfonía más conocida de todo el repertorio. Es de admirar el vigor inaudito del octogenario Wand (el más longevo de los grandes kapellmeisters alemanes) y el empaste y virtuosismo del cuarteto Alban Berg.
Las otras tres sugerencias pertenecen de lleno al siglo XX. La energía rítmica rompedora de Stravinsky, en manos de uno de sus más grandes traductores; el perfume impresionista debussiano en una recopilación que asombra por la calidad de los intérpretes y lo variado de la propuesta: preludios y estampas para piano; cuarteto de cuerda, sonata para cello y Syrinx representando a la música de cámara; y las grandes obras orquestales: "Le mer", los nocturnos y el preludio.

Y ya por último una gran selección de nuestro más conocido compositor patrio, a cargo de grandes especialistas (Alicia de Larrocha, Frühbeck de Burgos).

martes, octubre 18, 2005

Sonido de la guerra


Luis de Pablo es el más conocido de los compositores españoles actuales. Su estilo personal y comunicativo le ha granjeado un éxito internacional que, desafortunadamente, no siempre ha tenido la misma trascendencia en su país. Bilbaíno de nacimiento, allí reside cuando su intensa actividad —como profesor, conferenciante, jurado o animador— se lo permite. Prolífico y de talante aventurero, ha tocado todos los géneros, con una predilección especial por los grupos pequeños en los que su natural intimismo y su don expresivo brillan con mayor intensidad.

En sus casi cincuenta años de carrera la música de de Pablo ha sufrido una evolución constante. Como otros miembros de su generación (Cristóbal Halffter, Carmelo Bernaola, Joan Ginjoan; colectiva e inexactamente conocidos como generación del 50) sus años de formación transcurrieron en el primer período oscuro de la dictadura. En plena autarquía y exacerbación de lo patrio y de la raza, toda una generación de españoles creció ignorando no ya las nuevas tendencias, sino todo aquello que sonase a moderno. Así, las bases de la enseñanza española del momento estaban enraizadas en el siglo XIX, obviando por completo más de cuarenta años de evolución artística. Cuando por fin las puertas se abrieron tímidamente, el torrente de nueva información que asimilar era de tales proporciones que supuso un pequeño cataclismo para los jóvenes compositores. Sería natural que una situación así, la tendencia imitativa propia de la inmadurez artística llevase a la producción de multitud de obras poco originales, basadas en tal o cual escuela recién descubierta. Sin embargo, Luis de Pablo encontró muy pronto su voz personal y, si bien su estilo ha sufrido grandes transformaciones, éstas han llegado de forma natural, dentro de un camino lógico de desarrollo personal. Es muy difícil reconocer en Luis de Pablo adherencias a cualquier escuela o incluso influencias directas.

De entre la amplia producción del compositor bilbaíno, queremos rescatar una de sus obras más significativas. Se trata de "Sonido de la guerra", composición sobre un poema de Vicente Aleixandre del mismo título.

La pieza está escrita para medios muy modestos: seis instrumentos, un pequeño coro femenino (cuatro cantantes) y tres solistas: tenor, soprano y recitador. Un total de trece ejecutantes.

De entre los instrumentos destaca un violonchelo solista que tendrá a su cargo una importantísima tarea. Durante toda la pieza, será el encargado de oponer a las voces —narrativas— el sentimiento, la reacción humana a la tragedia. Para ello de Pablo va a utilizar un discurso rapsódico, libre de todo encajonamiento formal, totalmente melódico. Las líneas vocales, sin embargo, serán lineales, planas y mucho más abstractas, un tanto ajenas a la magnitud de lo que sucede.

La obra, como el poema, comienza con el discurso del brujo (recitador):

El Brujo

Solo quedé. Arrasada está la aldea.

Ah, el miserable

conquistador pasó. Metralla y, más veneno

vi en la mirada horrible. Y eran jóvenes.

Cuántas veces soñé con un suspiro

como una muerte dulce. En mis brebajes

puse el beleño de no ser, y supe

dormir, terrible ciencia última.

Mas hoy no me valió. Con ojo fijo

velé y miré, y seco

un ojo vio la lluvia, y era roja.

Pálido y seco,

y ensangrentado en su interior, cegó.

Con unos golpes de percusión y una melodía plañidera en el violonchelo de Pablo retrata un escenario desolador y tristemente cotidiano. Un episodio cualquiera de una guerra sin sentido cualquiera. Con recursos muy simples (y un sonido nada agresivo para el oído) de Pablo sumerge al oyente en una descripción viva, palpitante. Le introduce de lleno en el mundo del poema de Aleixandre para no dejarle escapar hasta el último compás.

El soldado

No estoy dormido. No sé si muero o sueño.

En esta herida está el vivir, y ya

tan solo ella es la vida.

Tuve unos labios que significaron.

Un cuerpo que se erguía, un brazo extenso,

como unas manos que aprehendieron: cosas,

objetos, seres, esperanzas, humos.

Soñé, y la mano dibujaba el sueño,

el deseo. Tenté. Quien tienta vive. Quien conoce ha muerto.

Solo mi pensamiento vive ahora.

Por eso muero. Porque ya no miro,

pero sé. Joven lo fui. Y sin edad, termino.

La segunda parte es un dúo entre el soldado moribundo (tenor) y el alma que se resiste a desaparecer (violonchelo). Música desnuda pero conmovedora que se adecúa perfectamente al texto de Aleixandre.

El pájaro

¿Quién habla aquí en la noche? Son venenos

humanos. Soy ya viejo y oigo poco,

mas no confundo el canto de la alondra

con el ronco trajín del pecho pobre.

Miro y en torno casi ya no hay aire

para mis alas. Ni rama para mi descanso.

¿Qué subversión pasó? nada conozco.

Naturaleza huyó. ¿Qué es esto? Y vuelo

en un aire que mata.

Letal ceniza en que bogar, y muero.

La tercera parte prescinde del violonchelo, ya que el protagonista es un pájaro (soprano) que observa la escena y por tanto no tiene lugar el alma humana. El ambiente onírico es realzado por una serie de cambios de ritmo inesperados, que inducen el desasosiego propio de una pesadilla.

La última parte reúne los dos textos restantes del poema:


El soldado

Si alguien llegase... No puedo hablar. No

puedo gritar. Fui joven y miraba, ardía.

tocaba, sonaba. El hombre suena. Pero mudo, muero.

Y aquí ya las estrellas se apagaron,

pues que mis ojos ya las desconocen.

Sólo el aire del pecho suena. El estertor

dentro de mí respira por la herida,

como por una boca. Boca inútil.

Reciente y hecha solo

para morir.

La alondra

Todo está quieto y todo está desierto.

Y el alba nace, y muda.

Pasé como una piedra y fui a la mar.

En este final intervienen consecutivamente el recitador, el tenor y la soprano, reuniendo todos los elementos de las tres partes anteriores. El campo de batalla, la agonía del soldado y el ensueño vuelven a aparecer, se unen, se mezclan y se combinan hasta que la música deviene una sencilla melodía impulsada por ritmos escurridizos. Termina entonces la obra en voz de la soprano, apoyada únicamente por la flauta.

Cinco discos para empezar

Entrar en una tienda especializada en música clásica puede ser una experiencia tan humillante como contemplar el paisaje desde la cumbre de una montaña. Humillante, claro está, en sentido de percatarse de la propia humildad, de la pequeñez del ser humano comparada con el vasto escenario que se extiende ante sus ojos.

Esta humildad que todo aficionado ha sentido alguna vez, revisando estantes y estantes repletos de grabaciones de autores desconocidos, músicos que no suenan de nada y sellos de nombres arcanos es muchas veces motivo suficiente para alejar al primerizo interesado, pero temeroso de su propio desconocimiento. Temiendo el ridículo, muchos dan media vuelta nada más entrar. Otros huyen al percatarse de que sólo de "Las cuatro estaciones" hay dos docenas de grabaciones —y treinta más que podemos pedir, añade solícito el dependiente—.

En un intento de ayudar al neófito y de facilitar el primer paso, hemos recopilado una serie de compactos que cumplen una serie de requisitos artísticos y económicos. Hablando claro, son baratos (unos 6€ c/u); interpretados por grandes (y grandísimos) artistas, bien grabados por sellos de primera fila; y, finalmente, son en su mayor parte obras completas, no minúsculos extractos como los que suelen presentar discos orientados al público primerizo.

La primera lista consta de cinco títulos:

  1. Chopin. Nocturnos, baladas, estudios, valses y polonesa-fantasía. Horowitz. RCA Sound Dimension
  2. Schubert. Quinteto en Do. Brandis. Warner Apex
  3. Chaikovsky. Suites de "El lago de los cisnes", "La bella durmiente" y "Cascanueces". Previn. EMI Encore
  4. Verdi, Puccini, Donizetti, etc. Arias de ópera. Domingo, Caballé, Björling, etc. RCA Sound Dimension.
  5. Bach. Conciertos de Brandemburgo nº 2 y 5. Suite nº 2. Reinhard Göbel. DG Classikon.
Estos cinco compactos cubren un amplio espectro de estilos. De la música romántica para piano (Chopin) a la orquestal barroca (Bach), pasando por obras de cámara (Schubert) y una recopilación de "grandes momentos" de varias óperas. Ninguno de estos discos estaría fuera de lugar en una gran discoteca y, sin embargo, todos son inmediatamente accesibles y atractivos.

martes, octubre 04, 2005

¿Quién mató a la música clásica?

Que las discográficas están en crisis no es ninguna noticia, y los sellos especializados en música clásica no son una excepción. Norman Lebrecht, de profesión pájaro de mal agüero, ha hecho carrera y fortuna a base de profetizar en docenas de medios el fin próximo e irremediable de la industria musical.

Las causas del declive varían según a quién se consulte. Las grandes discográficas, que ya hace tiempo que absorbieron a los sellos especializados, apuntan a Internet y a la piratería; numerosos críticos señalan el envejecimiento de los consumidores y la falta de carisma de los intérpretes actuales; los consumidores, por último, hacen hincapié en los precios inflados y en la falta de incentivos tecnológicos o artísticos para renovar sus colecciones.

Todos tienen su parte de razón. Aunque es difícil encontrarse con discos de Mozart en las aceras, existen numerosas maneras de obtener ingentes cantidades de música a través de Internet. Sin duda un reducido número de melómanos con aficiones tecnológicas se ahorra una buena cantidad de dinero compartiendo sus discos ilegalmente. Son los menos. El perfil del consumidor de música clásica no coincide en absoluto con el del pirata informático. La piratería, entonces, es un problema, pero menor. Puede que la accesibilidad instantánea que proporcionan Internet y los programas P2P esté bloqueando el acceso de un cierto número de consumidores jóvenes al mercado musical, pero difícilmente sus potenciales compras iban a salvar una industria que lleva décadas en recesión.

Y es que el grueso de los aficionados a la música está formado por personas cada vez mayores y no se aprecia ningún esfuerzo por parte de nadie para atraer a la juventud a las salas de conciertos. El dinero destinado a subvencionar la cultura va mayoritariamente a museos y al cine; y en menor medida a los grandes festivales y a orquestas prestigiosas, que alcanzan a un público muy reducido. A los ya aficionados se les presenta una buena oferta, probablemente la mejor que nunca se ha podido disfrutar. Pero acceder a ella es difícil debido al desinterés y al desconocimiento. En este sentido, la política de promoción cultural de la música es el equivalente a exponer un centenar de cuadros de Velázquez en una nave de las afueras sin hacer ningún tipo de promoción, salvo un pequeño cartel colocado en una sala remota del museo menos concurrido de la ciudad.

En el pasado, la barrera entre lo popular y la alta cultura estaba menos definida que hoy en día. Estrellas como María Callas gozaban de un reconocimiento popular similar al de cualquier grupo pop de éxito. Hoy en día, por el contrario, los únicos artistas "clásicos" que gozan de atención mediática son viejas glorias a punto de la jubilación —los tres tenores— o jóvenes "portentos" del crossover —como Vanessa Mae o Bocelli, el tenor ciego. En nuestra era dominada por expertos en relaciones públicas, el carisma es un producto que puede fabricarse como cualquier otro. Si las discográficas eligen promocionar a unos artistas en lugar de a otros no es por sus cualidades innatas, sino por el supuesto beneficio que pueden conseguir. Beneficio que suele encontrarse en el subgénero más popularesco de la música culta, el crossover.

El principal problema para la industria musical es que en las últimas décadas la industria ha devorado por completo lo musical. Todos los grandes sellos (EMI, Decca, Deutsche Grammophon, Teldec, Philips, Columbia, RCA) han sido adquiridos por grandes conglomerados del entretenimiento (Vivendi, BMG, Sony, AOL Time Warner) o han visto como su división comercial crecía hasta controlar por completo la compañía (EMI). Ejecutivos sin ninguna experiencia en las particularidades del mercado clásico tomaron el control estratégico del mercado, inundándolo de productos concebidos en el molde que estaba generando beneficios en otros mercados musicales. Desde el punto de vista económico, su planteamiento no puede ser criticado. Los productos prefabricados que tanto desprecia el aficionado se venden por centenas de miles, mientras que una grabación aclamada por la crítica puede llegar con dificultad a las 15.000 copias.

El corolario de lo anterior es, obviamente, que los departamentos dedicados a realizar esas selectas grabaciones no son rentables. Y por tanto deben desaparecer. Esto es lo que sucede hoy en día y tanto critican Lebrecht y compañía. La desaparición de las grandes compañías que impulsaron la industria discográfica en el último siglo. Es triste, pero tampoco hay que derramar excesivas lágrimas. El mercado sigue ofreciendo un nicho especializado, que compañías más pequeñas (y con una clara vocación cultural, además de comercial) han aparecido para llenarlo. Algunas han resultado tremendamente exitosas en lo económico, como Naxos. Otras se mantienen a duras penas, pero continúan grabando nueva música y aportando su invalorable contribución a la cultura moderna.

Nos hemos comentado nada acerca del precio de los discos. Lo cierto es que es un argumento irrelevante en esta discusión. Los discos de música clásica son igual de caros que los demás, y con más motivo. Una gran orquesta sinfónica alcanza los cien ejecutantes, mientras que el grupo pop más nutrido no llega a la docena. Los gastos de personal y estudio son mucho mayores. Lo único que debe ser motivo de queja entre los aficionados es que los grandes sellos reediten grabaciones realizadas hace cincuenta años sin apenas reducir el precio, cuando prensar un compacto cuesta aproximadamente un euro y todos los gastos del estudio hace tiempo que se han amortizado. Pero como a pesar de las quejas los aficionados seguimos comprando esas viejas grabaciones, impulsados por su aura casi mitológica, los precios no bajan. Son, con los discos de crossover, lo único rentable que las divisiones clásicas pueden ofrecer a sus propietarios. Lógico es que le saquen rendimiento.

En el tintero se quedan aspectos interesantes, como la influencia de los cambios tecnológicos en el mercado discográfico, una comparación entre el comprador de música pop y culta, la revolución Naxos y posibles caminos que los grandes sellos pudieron tomar y descartaron.

miércoles, septiembre 28, 2005

Serenade to music

Inglaterra, centro de cultura musical desde el medievo hasta hoy, careció de un sólo compositor de genio desde la muerte de Purcell hasta la madurez de Elgar. Doscientos años en los que el público inglés aplaudió a Haendel, a Haydn, a Mendelssohn y a Dvorak, haciéndolos suyos en mayor o menor medida, elevándolos a la categoría de héroes de la cultura inglesa, sin que ningún nativo pudiese alcanzar tales cimas.
Elgar fue sin duda un compositor de genio, e inglés. Sin embargo su música no era de factura ni inspiración nacionalista. Inglaterra tendría que esperar a la madurez de Vaughan Williams para escuchar música inglesa con mayúsculas. Una espera que resultaría tan larga como provechosa.

Ralph Vaughan Williams fue un compositor tremendamente personal y aún así, tremendamente inglés. Su profundo conocimiento de la música británica, tanto popular como del rico tesoro renacentista —Byrd, Tallis, etc.—; unido a una gran técnica, adquirida con maestros como Ravel, y a un don innato para la melodía memorable hizo su música atractiva para todos e irresistible para los ingleses. En su país su legado permanece como uno de los monumentos culturales del siglo XX y su influencia fue enorme sobre toda una generación de compositores más jóvenes.

A menudo —sobre todo desde el continente— se le ha acusado de ser un trasnochado epígono del romanticismo. Es cierto que mientras Vaughan Williams esculpía sus obras maestras en un lenguaje postimpresionista y comprensible, el resto de Europa experimentaba con sonidos de vanguardia —atonalismo, dodecafonismo, bruitismo y miles de -ismos más—. Pero también es de justicia reconocer que el inglés fue siempre un músico de desarrollo tardío, que la mayor parte de su obra fue escrita con más de cincuenta años y que el público inglés ha favorecido siempre lo tonal y la accesible por encima de lo innovador. Su longevidad —sus últimas sinfonías las compuso ya octogenario— puede hacer olvidar el hecho de que realmente pertenece a la generación de Debussy y Ravel.

Fue precisamente en Inglaterra donde se celebraron los primeros conciertos públicos, con ánimo de explotar un creciente interés de las clases medias por la música culta, hasta entonces reservada a los salones aristocráticos. Gracias a empresarios como J.P. Salomon, organizador de las fructíferas giras londinenses de Haydn, la música culta penetró profundamente en el modo de vida británico.

Cien años más tarde, en 1895, un empresario llamado Robert Newman organizó una serie de conciertos con el ánimo de llegar a un público hasta entonces ajeno a este tipo de eventos. Con este fin permitió a los asistentes fumar, beber y comer dentro de la sala. La audiencia podía caminar libremente alrededor del escenario, lo cual dio nombre a los conciertos: "promenade" (paseo). Para el primer "prom" escogió como director a un joven londinense llamado Henry Wood, quien luego sería el encargado de elevar estos modestos conciertos al rango de acontecimiento cultural de primer orden que ocupan hoy, cien años más tarde.

Para el ya septuagenario Wood, convertido por entonces en un icono cultural inglés, escribió Vaughan Williams su "Serenata a la música". Lo que en principio iba a ser nada más que una obra de circunstancias, en conmemoración de los cincuenta años de carrera profesional de Wood, se convirtió en una de las más perdurables y admiradas composiciones de Vaughan Williams. El porqué de esta admiración es evidente desde el primer compás:

De la sutil evocación nocturna de la orquesta nace una cálida melodía (violín solo) que instantáneamente nos transporta a los jardines mediterráneos en los que se desarrolla la escena de El mercader de Venecia. Envueltos por la "suave calma de la noche" se difumina nuestra noción del tiempo hasta desaparecer. Como si surgieran de la misma magia nocturna, las voces de los cantantes (primero sopranos, luego tenores) comienzan a recrear las palabras de Shakespeare:

How sweet the moonlight sleeps upon this bank!
Here will we sit, and let the sounds of music
Creep in our ears: soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony.

(Cuán dulcemente duerme el claro de luna sobre ese bancal de césped!
Vamos a sentarnos allí y dejemos los acordes de la música
que se deslicen en nuestros oídos. La dulce tranquilidad y la noche
convienen a los acentos de la suave armonía.)

Las voces se mezclan con la orquesta, nacen de ella como las estrellas nacen de la oscuridad del cielo. El efecto es milagroso de tan natural. Continúan, frase a frase, alternándose los cantantes (16 en la versión original):

Look, how the floor of heaven
Is thick inlaid with patines of bright gold:
There's not the smallest orb that thou behold'st
But in his motion like an angel sings
Still quiring to the young-eyed cherubins;
Such harmony is in immortal souls;
But, whilst this muddy vesture of decay
Doth grossly close it in, we cannot hear it.

¡Mira cómo la bóveda del firmamento
está tachonada de innumerables patenas de oro resplandeciente!
No hay ni el más pequeño de esos globos que contemplas
que con sus movimientos no produzca una angelical melodía
que concierte con las voces de los querubines de ojos eternamente jóvenes.
Las almas inmortales tienen en ella una música así;
pero hasta que cae esta envoltura de barro
que las aprisiona groseramente entre sus muros, no podemos escucharla.

De improviso, la música se anima en una fanfarria:

Come, ho! and wake Diana with a hymn:
With sweetest touches pierce your mistress' ear,
And draw her home with music.

¡Eh, venid y despertad a Diana con un himno!
¡Que vuestros más dulces sones vayan a impresionar los oídos de vuestra señora
y traedla hasta su morada con música!

La animación prosigue por un breve tiempo, para volver finalmente al clima soñador y tranquilo del comienzo. Las últimas palabras caen con un toque de suave nostalgia:

soft stillness and the night
Become the touches of sweet harmony

Despertamos entonces, con en el eco de la dulce armonía todavía en nuestros oídos y la impresión de haber atisbado el sublime coro de los querubines.


(Traducción de Shakespeare tomada de Luis Astrana Marín)

martes, septiembre 27, 2005

Por los caminos cubiertos de hierba

Hasta bien mediado el siglo XIX podía decirse que Europa hablaba un único idioma musical. Con leves variaciones (mas idiosincráticas que geográficas) el romanticismo germánico se mantenía como koiné de un imperio sonoro que abarcaba desde las estepas rusas hasta los Estados Unidos. Lo mismo había sucedido con anterioridad con el estilo clásico, el galante y el último barroco.

Esta hegemonía centroeuropea comenzaría a perder fuerza por motivos políticos más que musicales. La ola de revoluciones del 48, los movimientos independentistas, la toma de conciencia nacional por parte de millones de súbditos de los grandes imperios (Austríaco, Otomano, Ruso) forzaron un cambio intelectual entre los músicos europeos. De repente, la música no sólo tenía que ser música, sino reivindicación cultural de una identidad propia.
Con esta idea en mente cientos de musicólogos se lanzaron a la búsqueda de esa identidad perdida, buceando en la fértil mina del pueblo rústico. Se visitaron aldeas ignotas donde se suponía que todavía perduraban las esencias identitarias y se publicaron vastas recopilaciones de canciones populares dictadas por pastores y campesinos. Este material fue rápidamente incorporado a centenares de nuevas composiciones, idénticas en todo lo demás a las escritas una década antes. Pronto compositores y público fueron conscientes de que este método tan simple traicionaba tanto el espíritu de la música popular —cuyas melodías no podían soportar el grandilocuente tratamiento propio del romanticismo— como al nacionalismo —fuera de su contexto el color local se difuminaba hasta desaparecer. A pesar de lo antedicho, un puñado de compositores (Rimsky-Korsakov, Mussorgsky y Borodin en Rusia; Dvorak y Smetana en Chequia) fueron profundizando en el espíritu (y no sólo en la letra) de su foclore, dejando varias obras maestras en el camino.

Con el cambio de siglo llegó un nuevo enfoque hacia el nacionalismo musical. De la mano de musicólogos más rigurosos, nuevos músicos comenzaron a escribir una música de nuevo cuño. Rechazando las formas ampulosas del tardorromanticismo, estos segundos nacionalistas buscaron no folclorizar un estilo, sino crear, a partir de sus raíces ancestrales, un nuevo idioma. Este exitoso movimiento alcanzó sus más grandes cimas de la mano de Bela Bartók, cuyo trabajo con el folclore húngaro, búlgaro y rumano inspiró a una nueva generación de músicos. Simultáneamente, algunos autores de la primera hornada nacionalista dejaron notar esta nueva influencia en sus obras, aunque ninguno con el éxito de Leos Janácek.

Uno de los más tardíos genios de la música, Janácek rondaba los cincuenta años cuando por fin encontró su voz personal. Hasta entonces había sido un apreciado maestro en su Moravia natal; autor poco destacado de un buen número de composiciones tardorrománticas de cierto sabor bohemio. Para su cuarta ópera —Jenufa— decidió prescindir de toda convención y basarse únicamente en el ritmo natural del idioma checo y en la música morava que conocía desde su niñez. Jenufa no logró el éxito inmediato, pero con el tiempo acabó convirtiéndose en estandarte de la nueva música checa. Janácek no abandonaría este estilo hasta su muerte, componiendo en esas dos décadas seis óperas y un buen número de obras más, cada una más perfecta y más personal que la anterior.
Esta explosión de juventud, paradójica en un hombre casi anciano como Janácek se ha explicado muchas veces como producto de su tardío amor por la joven Kamila Stösslová (pasión probablemente platónica y no correspondida: ambos permanecieron casados). Si bien Janácek hizo de Kamila su musa, componiendo varias de sus mejores obras como muestras de su amor, lo cierto es que esta inesperada explosión de genio no puede ser explicada de forma tan simple.

Un grupo de pequeñas piezas para piano, compuestas en la misma época que Jenufa, sirven como magnífico ejemplo del arte de Janácek. Agrupadas bajo el nombre de "Po zarostlém chodnícku" (Por caminos cubiertos de hierba), estas miniaturas forman una suerte de diario íntimo. Escritas poco después de la muerte de su hija Olga tras una larga enfermedad, evocan con nostalgia los momentos felices, los sufrimientos de la enfermedad y el vacío de la muerte. El lenguaje es totalmente checo: ritmos y melodías parecen nacer, brotar de los campos atravesados por los caminos del título. El sentimiento es, sin embargo, propio de Janácek. Su capacidad para evocar las más variadas situaciones y estados de ánimo —fundamento de sus exitosas óperas— aparece sublimada aquí. Con unas pocas notas transporta al oyente a un mundo interior de nostalgia y dolor, sobre todo en la primera pieza ("nuestras veladas") y en la desgarradora "angustia inexpresable". Ésta describe la larga enfermedad de Olga y la angustia impotente de su padre. La serie termina con un despreocupado y saltarín Vivo:hay luz más allá de las sombras.

Algunas de estas piezas resultarán familiares a muchos cinéfilos. Fueron utilizadas en la banda sonora de la película inglesa "La insoportable levedad del ser". En particular la nº 4, "Nuestra Señora de Frydek" ocupa un lugar prominente asociado al personaje de Juliette Binoche (Tereza).

lunes, septiembre 26, 2005

Ocioso lector:

Puede ser que la posición inusual de este exordio te sorprenda. Es posible que al leer estas líneas pienses que algo está fuera de lugar. Tienes toda la razón. Despeñar un prólogo de su privilegiada posición es delito de lesa canonicidad, penado con al menos una ceja levantada. Sin duda su ausencia te habría parecido menos preocupante —propio de hombres es menospreciar los preliminares para entrar al fondo del asunto. Y sin embargo puedo darte no menos de tres buenas razones para justificar mi falta.

En primer lugar, nadie lee los prólogos —si acaso una vez terminado el libro—, por lo que son familia de los manuales del televisor, prospectos de píldoras y otros panfletos cuya lectura es de poco provecho y puede ser obviada para pasar directamente a la acción. Como todos los preliminares.

Y si acaso la ociosidad del lector fuese tan grande o tan desesperada de pasatiempo como para aventurarse a la lectura, el chasco suele ser mayúsculo. Nada aburre más que contemplar al autor desmitificando su trabajo, revelando sus influencias o agradeciendo a algún maestro suyo de primaria ya fallecido y que por tanto no puede dar testimonio de sus gamberradas impúberes.

Pero la razón última, y más importante, es también la más pragmática: cuando comencé a escribir, no tenía claro más que a quién quería dedicar la primera entrada. Difícilmente podría comunicarte mis intenciones cuando yo mismo las desconocía. Si la única información útil que contiene un prólogo es precisamente constreñir el marco mental del lector, orientando su interpretación para que coincida —dentro de lo posible— con las intenciones del autor, el prólogo que pudiera haber escrito hubiese sido, por fuerza, inútil. Asimismo como anarquista empedernido estoy en contra de cualquier limitación impuesta, sobre todo si es innecesaria. Libre soy para escribir sobre y como me apetezca. Libre eres para malinterpretarlo como quieras.

Hasta aquí el porqué de este prólogo descolocado (o prólogo al prólogo). Demos comienzo al segundo acto.


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Bertrand Russell, en su breve ensayo "Conocimiento inútil", cuenta cómo hacer más dulces los melocotones:

"Curious learning not only makes unpleasant things less pleasant, but also makes pleasant things more pleasant. I have enjoyed peaches and apricots more since I have known that they were first cultivated in China in the early days of the Han dynasty; that Chinese hostages held by the great King Kanisaka introduced them into India, whence they spread to Persia, reaching the Roman Empire in the first century of our era; that the word "apricot" is derived from the same Latin source as the word "precocious" because the apricot ripens early; and that the A as the beginning was added by mistake , owing to a false etymology. All this makes the fruit taste much sweeter."

"El conocimiento curioso no sólo hace menos placentero lo desagradable, también hace más placentero lo agradable. Disfruto más de los melocotones y albaricoques desde que sé que fueron cultivados en China en los primeros días de la dinastía Han; que los rehenes chinos capturados por el gran rey Kanisaka los introdujeron en la India, desde donde se extendieron a Persia, alcanzando el Imperio Romano en el primer siglo de nuestra era; que la palabra "apricot" (albaricoque) se deriva de la misma familia que la latina "precoz" porque el albaricoque madura temprano; y que la A inicial fue añadida por error, debido a una falsa etimología. Todo esto hace que la fruta sepa más dulce."

Russell tiene razón. Apreciamos más lo que nos gusta cuanto más conocemos. Por un lado las historias añaden un toque de color, un poco de magia al prosaico melocotón de cada día. Por otro el aura (todo aquello que rodea a la obra: comentarios, interpretaciones; circunstancias en suma) es parte fundamental del disfrute. Esto es lo que yo quería ofrecerte: un azucarillo de magia que endulce tu experiencia.

Siendo ésta mi idea principal, una segunda intención vino a matizar mis objetivos: ayudar al que se comienza, al que todavía se encuentra fuera del círculo viéndose incapaz de romper su barrera de exclusividad —qué difícil es a veces penetrar en ciertas partes de la Cultura "sólo para iniciados"—. Así intento sugerir puertas, túneles y pasadizos para entrar en el laberinto; indicaciones para perderse e hilos de Ariadna para encontrarse. Y, ya de paso, procuro acercarte a la música paradójicamente más lejana, que es la de nuestro tiempo. Que sean largos y fructíferos tus extravíos y saluda al minotauro de mi parte; pobre Asterión, pasa demasiado tiempo solo.

miércoles, julio 20, 2005

In ruhig fliessender Bewegung

Una de las señas más recurrentes de la postmodernidad es la introducción de neologismos para nombrar conceptos usados desde la antigüedad. El mero hecho de renombrar lo ya conocido lo inviste de una aureola "moderna", a la vez que refuerza la conciencia de sí mismo que está en la base de la postmodernidad. Decimos lo mismo que nuestros abuelos, pero somos conscientes de que lo hacemos. Esta autoconciencia añade una capa más a nuestro discurso, (meta)capa que es el hallazgo original y valioso del arte de posguerra.

De entre estos neologismos, uno de los que más suenan en los últimos tiempos es "intertextualidad". En origen denotaba las dependencias implícitas en todo texto literario, el hecho de que una obra no existe por sí misma, sino en relación a otras escritas antes que proveen el contexto necesario para entenderla. En el mundo postmoderno, donde todos los temas se han tocado ya y la originalidad es casi imposible la intertextualidad se ha erigido en herramienta fundamental de todas las artes. En sus formas más burdas sirve de excusa a lamentables parodias como las de los hermanos Wayans (Scary Movie). En sus más sutiles se insertan a modo de referencias u homenajes sólo perceptibles por los conocedores. En cualquier caso, lo que distingue a estas referencias es su falta de ingenuidad y visible artificio.

Un ejemplo del uso de la intertextualidad en su forma más directa es la serie de "Meninas" que ocupó a Picasso buena parte del año 57. El equivalente musical a este préstamo entre genios separados por varios siglos sería el tercer movimiento de la Sinfonía de Luciano Berio, uno de los adalides de la postmodernidad y el compositor italiano más renombrado hoy en día.

La pieza está estructurada sobre dos bases, una musical (el scherzo de la 3ª sinfonía de Mahler) y otra literaria (El innombrable de Samuel Beckett). Sobre estos dos firmes cimientos se levanta una sorprendente telaraña de citas musicales (Ravel, Ligeti, Boulez, Bach…) y literarias (Eslóganes del mayo francés, canciones populares, fragmentos de Joyce, parlamentos al público…). El genio de Berio estriba en convertir lo que sobre el papel parece un pastiche infumable en los doce minutos más entretenidos de toda la música contemporánea.
In ruhig fliessender Bewegung ("con un movimiento fluído") es el epígrafe tanto del original mahleriano como del movimiento de Berio. La música de Mahler es tomada casi tal cual, completa de principio a fin. Alrededor de ella se desarrolla una "performance" asombrosa en la que las ocho voces solistas (originalmente los Swingle Singers) recitan, cantan o simplemente exhortan ("Keep going!"), mientras asombrosas erupciones de "clusters" interrumpen el discurso musical, convertido en un torrente de impredecibles turbulencias que contradicen irónicamente el "movimiento fluído" del título.

Existen —cómo no— muy detallados análisis de esta breve pieza, más no es nuestra intención ponerla bajo el microscopio y destruir su encanto con explicaciones clínicas e innecesarias. Esta obra fue escrita para ser experimentada (mejor en vivo), para ser vivida y recreada en cada ejecución. Escucharla, pues, nos parece mil veces más interesante que todo lo que podamos escribir sobre ella.

martes, mayo 31, 2005

Contemporáneos I

Lamentable, pero cierto: a la enorme mayoría de los españoles les suena Beethoven o Mozart, pero son incapaces de nombrar un sólo compositor vivo. Hay quien duda incluso de que exista alguno, como si algún extraño fenómeno hubiese acabado con la creatividad musical hacia 1940 como muy tarde. Es evidente que tal fenómeno nunca existió. Existen hoy en día tantos compositores de talento como en cualquier otra época de la historia, aunque su trabajo sea casi desconocido.

El porqué de ese abismo que distancia al creador contemporáneo de su público obedece a varias causas. En primer lugar se encuentra la escasa relevancia que las artes en general tienen en nuestra sociedad, debida quizás a una educación que prima los conocimientos técnicos por encima del desarrollo global del individuo. En segundo, la competencia por nuestro tiempo de ocio que representa el entretenimiento comercial: los medios de difusión al alcance de la música, el cine y la literatura "populares" superan con mucho los recursos de los que disponen sus equivalentes artísticos. Y por último, la actitud —percibida o real— elitista y snob de gran parte de los personajes visibles de la cultura. El desprecio que pueden sentir al acercarse por primera vez al mundo del arte —en especial al de la música, con sus ritualizadas ceremonias— ahuyenta a los pocos que buscan cambiar el mero entretenimiento por el acto cultural.

A pesar de todo esto el ritmo musical se mantiene. Nuevas piezas son estrenadas cada año y algunas de ellas son saludadas como obras maestras, dignas de ocupar un lugar en el Olimpo, junto a las de Bach, Haydn o Debussy. Estas obras maestras rara vez alcanzan notoriedad fuera de los círculos de amantes del arte contemporáneo, un subconjunto bastante reducido del de los amantes de la música.

Una consecuencia secundaria del distanciamiento entre público y compositores conlleva incluso mayor rechazo por las nuevas obras: la falta de comprensión del lenguaje. En los más de cincuenta años de desarrollo musical que el público ha ignorado se ha producido una evolución en todos los campos de la expresión musical. Estos cambios han sido graduales y evolutivos, por lo que un seguimiento normal hubiera llevado al público fácilmente de un lenguaje al siguiente, aparte los habituales recelos y escándalos. Sin embargo, quien quiera ahora acercarse a las obras escritas en este milenio ha de abarcar cincuenta años de evolución en unos breves instantes. La prueba se revela muy difícil para la mayoría, como también difícil resulta reunir tiempo suficiente para recorrer el camino paso a paso, aún con la ayuda de grabaciones. Difícil, pero no imposible.

Como ejemplo quisiéramos proponer una de las obras más famosas de los últimos años: Trenos por las víctimas de Hiroshima, del polaco Krzysztof Penderecki.

Esta pieza concentra —en apenas nueve minutos— un auténtico torbellino concebido para sacudir al oyente hasta el extremo. En varios momentos el límite entre música y ruido se estira hasta casi desaparecer. Los violines chillan en su registro más agudo; los chirridos de la cuerda grave —la pieza está escrita para 57 instrumentos de cuerda— compiten por el espacio aural con los más variados (y terroríficos) efectos percusivos. Los violentos cambios de dinámicas —volumen— fuerzan la escucha al límite: en un instante se pasa del umbral del dolor (cuádruple forte) al susurro imperceptible. No en vano numerosos comentaristas, ajenos al hecho de que Penderecki compuso primero la obra y sólo tras la primera audición le otorgó el título con el que se ha hecho famosa, han creído que la intención del músico era describir los efectos de un bombardeo nuclear. No es así. Esta música es mucho más que una (espantosa) anécdota musical. Puede interpretarse en un contexto más amplio que el de mero acontecimiento sonoro: al escucharla, el oyente sensible no podrá menos que meditar acerca de los terribles acontecimientos del siglo XX (Guerra, Holocausto, Hambruna, etc.) y de la posición del hombre contemporáneo ante ellos. Si al igual que un inadvertido aficionado a la música en su primera audición de los Trenos, somos superados por la magnitud de los cataclismos de este nuevo siglo, sólo el Tiempo lo dirá.