Contemporáneos I
Lamentable, pero cierto: a la enorme mayoría de los españoles les suena Beethoven o Mozart, pero son incapaces de nombrar un sólo compositor vivo. Hay quien duda incluso de que exista alguno, como si algún extraño fenómeno hubiese acabado con la creatividad musical hacia 1940 como muy tarde. Es evidente que tal fenómeno nunca existió. Existen hoy en día tantos compositores de talento como en cualquier otra época de la historia, aunque su trabajo sea casi desconocido.
El porqué de ese abismo que distancia al creador contemporáneo de su público obedece a varias causas. En primer lugar se encuentra la escasa relevancia que las artes en general tienen en nuestra sociedad, debida quizás a una educación que prima los conocimientos técnicos por encima del desarrollo global del individuo. En segundo, la competencia por nuestro tiempo de ocio que representa el entretenimiento comercial: los medios de difusión al alcance de la música, el cine y la literatura "populares" superan con mucho los recursos de los que disponen sus equivalentes artísticos. Y por último, la actitud —percibida o real— elitista y snob de gran parte de los personajes visibles de la cultura. El desprecio que pueden sentir al acercarse por primera vez al mundo del arte —en especial al de la música, con sus ritualizadas ceremonias— ahuyenta a los pocos que buscan cambiar el mero entretenimiento por el acto cultural.
A pesar de todo esto el ritmo musical se mantiene. Nuevas piezas son estrenadas cada año y algunas de ellas son saludadas como obras maestras, dignas de ocupar un lugar en el Olimpo, junto a las de Bach, Haydn o Debussy. Estas obras maestras rara vez alcanzan notoriedad fuera de los círculos de amantes del arte contemporáneo, un subconjunto bastante reducido del de los amantes de la música.
Una consecuencia secundaria del distanciamiento entre público y compositores conlleva incluso mayor rechazo por las nuevas obras: la falta de comprensión del lenguaje. En los más de cincuenta años de desarrollo musical que el público ha ignorado se ha producido una evolución en todos los campos de la expresión musical. Estos cambios han sido graduales y evolutivos, por lo que un seguimiento normal hubiera llevado al público fácilmente de un lenguaje al siguiente, aparte los habituales recelos y escándalos. Sin embargo, quien quiera ahora acercarse a las obras escritas en este milenio ha de abarcar cincuenta años de evolución en unos breves instantes. La prueba se revela muy difícil para la mayoría, como también difícil resulta reunir tiempo suficiente para recorrer el camino paso a paso, aún con la ayuda de grabaciones. Difícil, pero no imposible.
Como ejemplo quisiéramos proponer una de las obras más famosas de los últimos años: Trenos por las víctimas de Hiroshima, del polaco Krzysztof Penderecki.
Esta pieza concentra —en apenas nueve minutos— un auténtico torbellino concebido para sacudir al oyente hasta el extremo. En varios momentos el límite entre música y ruido se estira hasta casi desaparecer. Los violines chillan en su registro más agudo; los chirridos de la cuerda grave —la pieza está escrita para 57 instrumentos de cuerda— compiten por el espacio aural con los más variados (y terroríficos) efectos percusivos. Los violentos cambios de dinámicas —volumen— fuerzan la escucha al límite: en un instante se pasa del umbral del dolor (cuádruple forte) al susurro imperceptible. No en vano numerosos comentaristas, ajenos al hecho de que Penderecki compuso primero la obra y sólo tras la primera audición le otorgó el título con el que se ha hecho famosa, han creído que la intención del músico era describir los efectos de un bombardeo nuclear. No es así. Esta música es mucho más que una (espantosa) anécdota musical. Puede interpretarse en un contexto más amplio que el de mero acontecimiento sonoro: al escucharla, el oyente sensible no podrá menos que meditar acerca de los terribles acontecimientos del siglo XX (Guerra, Holocausto, Hambruna, etc.) y de la posición del hombre contemporáneo ante ellos. Si al igual que un inadvertido aficionado a la música en su primera audición de los Trenos, somos superados por la magnitud de los cataclismos de este nuevo siglo, sólo el Tiempo lo dirá.
El porqué de ese abismo que distancia al creador contemporáneo de su público obedece a varias causas. En primer lugar se encuentra la escasa relevancia que las artes en general tienen en nuestra sociedad, debida quizás a una educación que prima los conocimientos técnicos por encima del desarrollo global del individuo. En segundo, la competencia por nuestro tiempo de ocio que representa el entretenimiento comercial: los medios de difusión al alcance de la música, el cine y la literatura "populares" superan con mucho los recursos de los que disponen sus equivalentes artísticos. Y por último, la actitud —percibida o real— elitista y snob de gran parte de los personajes visibles de la cultura. El desprecio que pueden sentir al acercarse por primera vez al mundo del arte —en especial al de la música, con sus ritualizadas ceremonias— ahuyenta a los pocos que buscan cambiar el mero entretenimiento por el acto cultural.
A pesar de todo esto el ritmo musical se mantiene. Nuevas piezas son estrenadas cada año y algunas de ellas son saludadas como obras maestras, dignas de ocupar un lugar en el Olimpo, junto a las de Bach, Haydn o Debussy. Estas obras maestras rara vez alcanzan notoriedad fuera de los círculos de amantes del arte contemporáneo, un subconjunto bastante reducido del de los amantes de la música.
Una consecuencia secundaria del distanciamiento entre público y compositores conlleva incluso mayor rechazo por las nuevas obras: la falta de comprensión del lenguaje. En los más de cincuenta años de desarrollo musical que el público ha ignorado se ha producido una evolución en todos los campos de la expresión musical. Estos cambios han sido graduales y evolutivos, por lo que un seguimiento normal hubiera llevado al público fácilmente de un lenguaje al siguiente, aparte los habituales recelos y escándalos. Sin embargo, quien quiera ahora acercarse a las obras escritas en este milenio ha de abarcar cincuenta años de evolución en unos breves instantes. La prueba se revela muy difícil para la mayoría, como también difícil resulta reunir tiempo suficiente para recorrer el camino paso a paso, aún con la ayuda de grabaciones. Difícil, pero no imposible.
Como ejemplo quisiéramos proponer una de las obras más famosas de los últimos años: Trenos por las víctimas de Hiroshima, del polaco Krzysztof Penderecki.
Esta pieza concentra —en apenas nueve minutos— un auténtico torbellino concebido para sacudir al oyente hasta el extremo. En varios momentos el límite entre música y ruido se estira hasta casi desaparecer. Los violines chillan en su registro más agudo; los chirridos de la cuerda grave —la pieza está escrita para 57 instrumentos de cuerda— compiten por el espacio aural con los más variados (y terroríficos) efectos percusivos. Los violentos cambios de dinámicas —volumen— fuerzan la escucha al límite: en un instante se pasa del umbral del dolor (cuádruple forte) al susurro imperceptible. No en vano numerosos comentaristas, ajenos al hecho de que Penderecki compuso primero la obra y sólo tras la primera audición le otorgó el título con el que se ha hecho famosa, han creído que la intención del músico era describir los efectos de un bombardeo nuclear. No es así. Esta música es mucho más que una (espantosa) anécdota musical. Puede interpretarse en un contexto más amplio que el de mero acontecimiento sonoro: al escucharla, el oyente sensible no podrá menos que meditar acerca de los terribles acontecimientos del siglo XX (Guerra, Holocausto, Hambruna, etc.) y de la posición del hombre contemporáneo ante ellos. Si al igual que un inadvertido aficionado a la música en su primera audición de los Trenos, somos superados por la magnitud de los cataclismos de este nuevo siglo, sólo el Tiempo lo dirá.
Con el fin del siglo XIX Gustav Mahler llega a su madurez como compositor. Su entorno es un mundo que se desmorona. Son los últimos años del Imperio Austro-húngaro, presto a icinerarse en la hoguera de la Gran Guerra. El lujo y el esplendor de la Viena imperial apenas ocultan la carcoma del régimen. La opresión —política, pero sobre todo cultural— se cierne sobre todas las mentes. Y sin embargo, en este clima asfixiante florece uno de los movimientos artísticos más fértiles del siglo: la secesión vienesa.
La poesía de Wilfred Owen gira sobre un único tema: la guerra y su efecto devastador en el hombre. Su escasa obra tiene el sello inconfundible de lo auténtico, de lo vivido. Al estallar la primera guerra mundial se alistó como voluntario. Murió en el fango de un canal francés, tan sólo una semana antes de que se firmase el armisticio. Tenía veinticinco años.
Benjamin Britten fue una persona singular y un músico no menos singular. Pacifista en una época en la que el patriotismo era más que una exigencia, homosexual reconocido, izquierdista y agnóstico confeso, sólo su inmenso talento y su tenaz personalidad le permitieron ser reconocido como el mayor compositor inglés vivo, hasta el punto de granjearse el título honorífico de Lord de Aldeburgh. Fue en este pueblo de la costa de Suffolk donde se estableció con su compañero de toda la vida, el tenor Peter Pears. Allí murió también, en 1976, dejando tras de sí una decena de las obras maestras del siglo.
La vida de Isaac Albéniz bien merecería ser llevada al cine, aún sin los excesos románticos (y espúreos) que adornan la leyenda.
En este punto, conviene recordar sumariamente la vida de nuestro músico. Hijo de un zapatero y guardián de la torre del pueblo (Policka, Bohemia), que servía a la vez de reloj y de atalaya, Martinů pasó su infancia de niño débil y enfermizo contemplando el mundo desde su torre y escuchando los ritmos mecánicos del gran reloj sobre el que dormía. Estas experiencias infantiles se verían luego reflejadas en su música, tanto en su distanciamiento emocional (decía que prefería evocar el espacio inmenso que le rodeaba antes que las emociones personales) como en su afición por los ostinatos rítmicos. Niño prodigio del violín, su talento motivó a sus paisanos a pagarle la educación en Praga. Pero el joven Martinů no estaba hecho para la academia y pronto abandonó los estudios en el conservatorio para dedicarse plenamente a una educación autodidacta. Con inmenso esfuerzo logró asimilar la obra de los grandes compositores del pasado y, gracias a un puesto de segundo violín en la filarmónica checa, dominar la escritura orquestal. Axfisiado por la cultura musical checa y su devoción a Smetana y atraído por la música de Debussy y de los impresionistas, emigró a Paris. Al igual que Falla dos décadas antes, partió para unos meses y se quedó diecisiete años. Allí encontró su primer estilo y obtuvo sus primeros triunfos, con obras inspiradas en el jazz de los años 20. Por aquel entonces su escritura era más internacional que checa, basada más en el neoclasicismo de Stravinsky que en las brumas Debussianas. Hasta los albores de la segunda guerra mundial escribió sobre todo música alegre y picante, entretenimientos de muy alta calidad que le valieron una reputación internacional.