martes, mayo 31, 2005

Contemporáneos I

Lamentable, pero cierto: a la enorme mayoría de los españoles les suena Beethoven o Mozart, pero son incapaces de nombrar un sólo compositor vivo. Hay quien duda incluso de que exista alguno, como si algún extraño fenómeno hubiese acabado con la creatividad musical hacia 1940 como muy tarde. Es evidente que tal fenómeno nunca existió. Existen hoy en día tantos compositores de talento como en cualquier otra época de la historia, aunque su trabajo sea casi desconocido.

El porqué de ese abismo que distancia al creador contemporáneo de su público obedece a varias causas. En primer lugar se encuentra la escasa relevancia que las artes en general tienen en nuestra sociedad, debida quizás a una educación que prima los conocimientos técnicos por encima del desarrollo global del individuo. En segundo, la competencia por nuestro tiempo de ocio que representa el entretenimiento comercial: los medios de difusión al alcance de la música, el cine y la literatura "populares" superan con mucho los recursos de los que disponen sus equivalentes artísticos. Y por último, la actitud —percibida o real— elitista y snob de gran parte de los personajes visibles de la cultura. El desprecio que pueden sentir al acercarse por primera vez al mundo del arte —en especial al de la música, con sus ritualizadas ceremonias— ahuyenta a los pocos que buscan cambiar el mero entretenimiento por el acto cultural.

A pesar de todo esto el ritmo musical se mantiene. Nuevas piezas son estrenadas cada año y algunas de ellas son saludadas como obras maestras, dignas de ocupar un lugar en el Olimpo, junto a las de Bach, Haydn o Debussy. Estas obras maestras rara vez alcanzan notoriedad fuera de los círculos de amantes del arte contemporáneo, un subconjunto bastante reducido del de los amantes de la música.

Una consecuencia secundaria del distanciamiento entre público y compositores conlleva incluso mayor rechazo por las nuevas obras: la falta de comprensión del lenguaje. En los más de cincuenta años de desarrollo musical que el público ha ignorado se ha producido una evolución en todos los campos de la expresión musical. Estos cambios han sido graduales y evolutivos, por lo que un seguimiento normal hubiera llevado al público fácilmente de un lenguaje al siguiente, aparte los habituales recelos y escándalos. Sin embargo, quien quiera ahora acercarse a las obras escritas en este milenio ha de abarcar cincuenta años de evolución en unos breves instantes. La prueba se revela muy difícil para la mayoría, como también difícil resulta reunir tiempo suficiente para recorrer el camino paso a paso, aún con la ayuda de grabaciones. Difícil, pero no imposible.

Como ejemplo quisiéramos proponer una de las obras más famosas de los últimos años: Trenos por las víctimas de Hiroshima, del polaco Krzysztof Penderecki.

Esta pieza concentra —en apenas nueve minutos— un auténtico torbellino concebido para sacudir al oyente hasta el extremo. En varios momentos el límite entre música y ruido se estira hasta casi desaparecer. Los violines chillan en su registro más agudo; los chirridos de la cuerda grave —la pieza está escrita para 57 instrumentos de cuerda— compiten por el espacio aural con los más variados (y terroríficos) efectos percusivos. Los violentos cambios de dinámicas —volumen— fuerzan la escucha al límite: en un instante se pasa del umbral del dolor (cuádruple forte) al susurro imperceptible. No en vano numerosos comentaristas, ajenos al hecho de que Penderecki compuso primero la obra y sólo tras la primera audición le otorgó el título con el que se ha hecho famosa, han creído que la intención del músico era describir los efectos de un bombardeo nuclear. No es así. Esta música es mucho más que una (espantosa) anécdota musical. Puede interpretarse en un contexto más amplio que el de mero acontecimiento sonoro: al escucharla, el oyente sensible no podrá menos que meditar acerca de los terribles acontecimientos del siglo XX (Guerra, Holocausto, Hambruna, etc.) y de la posición del hombre contemporáneo ante ellos. Si al igual que un inadvertido aficionado a la música en su primera audición de los Trenos, somos superados por la magnitud de los cataclismos de este nuevo siglo, sólo el Tiempo lo dirá.

lunes, mayo 23, 2005

Mi verdadero Yo

Con el fin del siglo XIX Gustav Mahler llega a su madurez como compositor. Su entorno es un mundo que se desmorona. Son los últimos años del Imperio Austro-húngaro, presto a icinerarse en la hoguera de la Gran Guerra. El lujo y el esplendor de la Viena imperial apenas ocultan la carcoma del régimen. La opresión —política, pero sobre todo cultural— se cierne sobre todas las mentes. Y sin embargo, en este clima asfixiante florece uno de los movimientos artísticos más fértiles del siglo: la secesión vienesa.


El mismo año en el que Mahler es nombrado director de la Ópera de Viena —1897—, un numeroso grupo de artistas funda el «Vereinigung bildender Kunstler Oesterreich», más conocido como «Secesión». Con Gustav Klimt como presidente y portavoz, el grupo pretende dar a conocer al público las nuevas tendencias artísticas (impresionismo, expresionismo, art noveau) que la academia oficial (la «Kunstlerhaus») se negaba a admitir en sus exposiciones. A través de la revista del movimiento «Ver Sacrum», el grupo ejercerá una enorme influencia en el desarrollo del Arte del Siglo XX. Este influjo se hará notar también en los compositores austríacos. Como director de la ópera, Mahler colaborará a menudo con los artistas plásticos de la secesión a la hora de diseñar figurines y escenarios. La poesía de sus contemporáneos (Dehmel, Altenberg, etc.) y el pensamiento de Wedekind tendrá reflejo en el espíritu de los textos escogidos por Mahler, aunque nunca pusiese en música a ninguno de ellos.

La música de Mahler, con su yuxtaposición de elementos mundanos —incluso banales— junto a otros de la mayor pureza espiritual tiene sus paralelos con la pintura de los maestros de la Secesión, especialmente con los óleos de Klimt; con su recargada ornamentación perfilando siluetas que reflejan la más pura y sencilla emoción. Este trabajo en dos niveles será una constante de la música de Gustav Mahler, incapaz de separar lo absurdo de la existencia de su amor por ella. Este amor por la vida —personificado en Alma Mahler— llega en ocasiones al hedonismo, como en el «Abschied» (Adiós) de «La canción de la Tierra».

Los sentimientos paradójicos de Mahler hacia la vida —que el propio Freud tuvo oportunidad de estudiar— adquieren su expresión más perfecta en una de las siete canciones sobre poemas de Friedrich Rückert compuestas en 1901. Los terribles sucesos que trastornarían sus últimos años (infidelidad de Alma, muerte de su hija, cese de su puesto en la Ópera) todavía no se habían producido. La histeria y la neurosis quedan lejos, por tanto. Lo que sí queda es la esencia de Mahler, un resumen de todo lo que le preocupó siempre: la muerte, el exilio, la belleza. En sus propias palabras: "Aquí se encuentra mi verdadero yo".

La letra de la canción es tan breve que bien podemos citarla por completo:


Ich bin der Welt abhanden gekommen

Ich bin der Welt abhanden gekommen,
Mit der ich sonst viele Zeit verdorben,
Sie hat so lange nichts von mir vernommen,
Sie mag wohl glauben, ich sei gestorben!
Es ist mir auch gar nichts daran gelegen,
Ob sie mich für gestorben hält,
Ich kann auch gar nichts sagen dagegen,
Denn wirklich bin ich gestorben der Welt.
Ich bin gestorben dem Weltgetümmel,
Und ruh’ in einem stillen Gebiet!
Ich leb’ allein in meinem Himmel,
In meinem Lieben, in meinem Lied!


Estoy perdido para el mundo

Estoy perdido para el mundo
con el que solía perder tanto tiempo,
no ha oído nada de mí desde hace tanto
¡Que puede muy bien creer que estoy muerto!
No tiene importancia para mí
Si me cree muerto
No puedo negarlo,
porque en verdad estoy muerto para el mundo
Estoy muerto para el ruido mundano
¡Descanso en un reino de calma!
¡Vivo a solas en mi paraíso
En mi amor y en mi canción!


La calidad casi artesanal del texto de Rückert no guarda ninguna relación con la excelsa música que Mahler compuso para ella. Mahler, incapaz de caer en lo prosaico (como seguidor de Freud, veía símbolos dondequiera que mirase), eleva esta canción a un terreno insospechado por Rückert. La oposición entre el mundo exterior y mundo interior que expresa el poema se transfigura en una profunda reflexión sobre el destino último del hombre. Como a menudo en Mahler, los presagios de una muerte temida pero deseada rodean la frágil belleza del mundo, que tan sólo un instante podemos gozar.

martes, mayo 17, 2005

War Requiem

Dos retratos antibelicistas

La poesía de Wilfred Owen gira sobre un único tema: la guerra y su efecto devastador en el hombre. Su escasa obra tiene el sello inconfundible de lo auténtico, de lo vivido. Al estallar la primera guerra mundial se alistó como voluntario. Murió en el fango de un canal francés, tan sólo una semana antes de que se firmase el armisticio. Tenía veinticinco años.

En los poemas de Owen es la guerra misma la que aparece como enemiga, no los combatientes del otro bando. Ellos son víctimas, al igual que los compañeros del poeta. Se ha resaltado a menudo que su poesía carece por completo de autocompasión. Si el poeta se lamenta, es por la semilla de Europa sacrificada y no por sí mismo.
Tras la guerra sus papeles fueron clasificados y publicados, convirtiéndose en un símbolo de la barbarie que muchos creían nunca se repetiría, tanto había sido el sufrimiento.

Benjamin Britten fue una persona singular y un músico no menos singular. Pacifista en una época en la que el patriotismo era más que una exigencia, homosexual reconocido, izquierdista y agnóstico confeso, sólo su inmenso talento y su tenaz personalidad le permitieron ser reconocido como el mayor compositor inglés vivo, hasta el punto de granjearse el título honorífico de Lord de Aldeburgh. Fue en este pueblo de la costa de Suffolk donde se estableció con su compañero de toda la vida, el tenor Peter Pears. Allí murió también, en 1976, dejando tras de sí una decena de las obras maestras del siglo.

Britten fue siempre un músico orientado a lo vocal y su relación con Pears (y con el poeta W.H. Auden, autor de varios de sus libretos) no hizo sino incrementar su interés por la música escrita para la voz humana. Entre sus mejores obras se cuentan numerosas óperas (Peter Grimes) y ciclos de canciones (Serenata). Su estilo, firmemente enraizado en la tradición inglesa (Purcell era su mayor referencia), comprensible, comunicativo y directo, se adaptaba como un guante a la expresión de la idea que más preocupaba a Britten: el conflicto entre sociedad e individuo.


El requiem de guerra

Cuando un Britten en plena madurez recibió el encargo de una composición solemne con motivo de la inauguración de la nueva catedral de Coventry —la antigua catedral había sido destruida en los bombardeos de 1940— su primera idea fue escribir un requiem por las víctimas de todos los bandos de la segunda guerra mundial, que aunase el recuerdo con la reconciliación. Pronto el talento de Britten para transformar viejas formas con aspectos originales, sumado a su habilidad a la hora de escoger textos a los que poner música desviaron el esquema inicial hacia metas más ambiciosas. Decidió incluir, a modo de comentario, varios poemas de Wilfred Owen para ser cantados entre los versos de la misa de difuntos latina.

Estos poemas añaden una nueva dimensión a la obra. El texto latino —como en otros requiems del pasado— expresa el temor al castigo divino, el dolor de la pérdida y la esperanza en la vida eterna. Los textos de Owen ofrecen el contraste de un punto de vista humano. Para hacer más patente este contraste Britten pensó en dividir a los intérpretes en tres grupos: tenor y barítono, acompañados de una pequeña orquesta, representan a los combatientes cantando los poemas. Soprano y coro adulto, acompañados por una orquesta completa ponen voz a los textos latinos; representan a la comunidad que llora sus muertos y ruega por ellos. Por último un coro de niños sostenido por un órgano representa la pureza inalcanzable, angélica.

Para su ejecución Britten imaginó una reconciliación simbólica: un solista de cada país combatiente (Galina Vishnevskaya de la URSS, Peter Pears de Inglaterra y Dietrich Fischer-Dieskau de Alemania). Por desgracia la burocracia rusa impidió a Vishnevskaya salir del país para el estreno, aunque pocos meses después participaría en la primera grabación comercial de la obra para el sello Decca.

La obra alterna el miedo —que llega al terror en ocasiones— con la contrición; el lamento de los que se quedan con la paz de los que ya están fuera de este mundo. El absurdo de la guerra está siempre presente a través de la poesía de Owen, con sus combatientes estupefactos y confusos rodeados de una violencia que no pueden comprender. Un análisis completo excedería el espacio que aquí podemos dedicarle, por lo que nos limitaremos —por esta vez— a examinar el culmen de la obra, el movimiento final.

El coro abre el movimiento cantando el Libera me (que no es parte de la misa de requiem latina, sino un responsorio del oficio de difuntos):

Libera me, Domine, de morte aeterna,
in die illa tremenda:
Quando coeli movendi sunt et terra:
Dum veneris judicare saeculum per ignem.


(Libérame, Señor, de la muerte eterna
en este día espantoso
Cuando el cielo y la tierra se muevan
cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego)


La angustia crece por momentos hasta alcanzar el paroxismo: es la condenación eterna lo que expresa Britten. Cuando la tensión es ya insoportable, barítono y tenor traen de nuevo la humanidad a escena. Britten hace recitar a los dos solistas el poema más famoso de Owen: Strange Meeting.

"It seems that out of battle I escaped […]"

El extraño encuentro de Owen es el de dos combatientes de bandos enemigos, que culmina en:

" I am the enemy you killed, my friend.
I knew you in this dark; for so you frowned
Yesterday through me as you jabbed and killed.
I parried; but my hands were loath and cold. "

(Soy el enemigo que mataste, amigo
Te reconocí en esta oscuridad, pues así me miraste
ayer mientras me atravesabas golpeando y matando
me defendí, pero mis manos estaban frías y renuentes)


En este momento comienza la catarsis definitiva. Barítono y tenor entonan la última línea del poema de Owen:

"Let us sleep now…"

La música se desprende de todo dramatismo, abandonándose a una consoladora simplicidad. El coro de niños entra cantando:

In paridisum deducant te Angeli;

(Que al paraíso te guíen los ángeles)


El canto se eleva hacia los cielos mientras los tres solistas entrecruzan sus líneas y, por primera vez en toda la obra, niños y coro unen sus voces. Es imposible describir el efecto liberador de esta música. Pero el consuelo no dura mucho tiempo. Toques espaciados de las campanas frenan la música hasta detenerla. La última frase, bañada por la angustia, es entonada en pianissimo:

Requiescat in pace. Amen.

La obra termina en el silencio y sin respuesta. ¿Hemos alcanzado la verdadera paz? ¿Estamos en los jardines sin aurora de Cernuda o en el paraíso celestial? Britten no responde por nosotros y ahí reside en parte la grandeza de esta obra monumental, equiparable a las pasiones de Bach o a la Misa Solemne de Beethoven.

jueves, mayo 12, 2005

El Albaicín

La vida de Isaac Albéniz bien merecería ser llevada al cine, aún sin los excesos románticos (y espúreos) que adornan la leyenda.

Es verdad que fue un niño prodigio y que sus padres lo presentaron a las pruebas de ingreso en el conservatorio de París con siete años. Tras maravillar al tribunal con su precocidad, le fue denegado el acceso, no por romper un espejo con su pelota, sino por su tierna edad. También es verdad que con tan sólo quince años ya hizo su primera gira por las Américas, aunque fuera acompañado de su padre y no tras haberse fugado a bordo de un mercante. En lo que no exagera la leyenda es, sin duda, en el inmenso talento natural del muchacho, convertido desde muy joven en una celebridad internacional.

Todo este tránsito constante no impidió a Albéniz formarse adecuadamente (graduado con todos los honores posibles en Bruselas) ni tampoco difuminó su herencia española. Más bien al contrario, la lejanía no hizo sino acrecentar su interés por la cultura popular de su tierra. Que, digámoslo ya, no era precisamente la Girona natal. Albéniz se creía descendiente de moros y vivió siempre fascinado por la música (y la cultura) andaluzas.

Como compositor cultivó, además del piano, la zarzuela, la ópera y la canción (estos dos últimos géneros gracias al mecenazgo de un excéntrico banquero inglés). Para el piano, aunque llegó a escribir cinco sonatas y dos conciertos, su verdadero talento estuvo siempre en las pequeñas piezas inspiradas en los ritmos populares españoles. El mejor ejemplo de este estilo, a veces calificado despectivamente como "de postal" es la suite española de 1886. No sería hasta el final de su vida cuando por fin alcanzó la madurez artística, plasmada en las "doce nuevas impresiones" que forman la colección "Iberia". Estas impresiones, que podrían parecer piezas similares a las postales sonoras de su juventud, van mucho más allá, tanto en complejidad musical como en sentimiento. Estos frescos sonoros buscan capturar no tanto el pintoresquismo de antaño como el sentir profundo de Andalucía (no de España: sólo una de las doce piezas se refiere a otra región). Y en ninguna se alcanza este objetivo como en el Albaicín.

La indicación que Albéniz da en la partitura es: "Allegro assai, ma melancolico" (muy alegre, pero melancólico).

El título se refiere al barrio gitano de Granada, al pie de la Alahambra. Musicalmente adopta una forma sencilla: dos temas contrastantes, una bulería y una copla, que se van alternando en un arco desde la tranquilidad del comienzo a la excitación casi salvaje del pasaje central, para volver luego a la calma del comienzo, interrumpida por una floritura final casi desafiante.

Los apenas siete minutos que dura una ejecución de esta pieza le bastan a Albéniz para llegar a lo más hondo del alma andaluza. Todo está aquí: la pasión, la alegría y la tragedia, expresadas por medio de las armonías más refinadas y del color más vibrante.

miércoles, mayo 11, 2005

Noneto nº 2 de Bohuslav Martinů

A pesar del placer que muchos exégetas encuentran en relacionar hechos de la vida de los compositores con las obras producidas por ellos, lo cierto es que muy pocas veces la vida trasciende al arte, y cuando lo hace, es para peor: neurosis musical o mera anécdota sonora.

Y sin embargo es imposible separar vida y obra en esta pieza, la última de las obras maestras de Martinů. No precisamente porque las tristes circunstancias en las que fue escrita inunden la obra; Martinů fue siempre un músico pudoroso hasta el extremo, reacio a toda expresión sentimental de su vida interior. Este noneto no es una excepción: tiene la apariencia de un divertimento, obra de un Haydn del siglo XX. Pero, y he aquí el aspecto más importante de la obra, tras la fachada de jovialidad y frescura asoman el dolor y la nostalgia, de una forma más emocionante que si hubieran sido expresadas con toda la vehemencia romántica que tales sentimientos suelen evocar.

En este punto, conviene recordar sumariamente la vida de nuestro músico. Hijo de un zapatero y guardián de la torre del pueblo (Policka, Bohemia), que servía a la vez de reloj y de atalaya, Martinů pasó su infancia de niño débil y enfermizo contemplando el mundo desde su torre y escuchando los ritmos mecánicos del gran reloj sobre el que dormía. Estas experiencias infantiles se verían luego reflejadas en su música, tanto en su distanciamiento emocional (decía que prefería evocar el espacio inmenso que le rodeaba antes que las emociones personales) como en su afición por los ostinatos rítmicos. Niño prodigio del violín, su talento motivó a sus paisanos a pagarle la educación en Praga. Pero el joven Martinů no estaba hecho para la academia y pronto abandonó los estudios en el conservatorio para dedicarse plenamente a una educación autodidacta. Con inmenso esfuerzo logró asimilar la obra de los grandes compositores del pasado y, gracias a un puesto de segundo violín en la filarmónica checa, dominar la escritura orquestal. Axfisiado por la cultura musical checa y su devoción a Smetana y atraído por la música de Debussy y de los impresionistas, emigró a Paris. Al igual que Falla dos décadas antes, partió para unos meses y se quedó diecisiete años. Allí encontró su primer estilo y obtuvo sus primeros triunfos, con obras inspiradas en el jazz de los años 20. Por aquel entonces su escritura era más internacional que checa, basada más en el neoclasicismo de Stravinsky que en las brumas Debussianas. Hasta los albores de la segunda guerra mundial escribió sobre todo música alegre y picante, entretenimientos de muy alta calidad que le valieron una reputación internacional.

Todo esto cambiaría a partir de la invasión nazi de Checoslovaquia. La tragedia penetra por primera vez en la música de Martinů, haciendo del doble concierto para piano y timbales su primera gran obra maestra. La vida de nuestro músico dio un giro radical: huyó de Francia a Estados Unidos, convirtiéndose en un exiliado más. En EEUU escribió muchas de sus mejores obras, incluyendo sus seis sinfonías, mientras aguardaba el fin de la guerra y el retorno a su patria. Cuando al fin pisó de nuevo la tierra materna, fue tan sólo para encontrarla bajo el régimen comunista. Otra vez exiliado, volvió a EEUU, pero la nostalgia pronto lo hizo regresar a Europa, viviendo en Italia hasta que, enfermo ya, el gran mecenas suizo Paul Sacher le ofreció su casa, donde permaneció esperando el imposible retorno hasta el fin.

Es precisamente en la casa de Sacher donde Martinů compone este noneto, terminado seis meses antes de su muerte. El noneto checo, dedicatario de la obra, lo estrenó en el festival de Salzburgo unos meses después. Desde entonces se ha convertido en piedra de toque del escaso repertorio para nueve instrumentos, que en este caso son un quinteto de viento (flauta, oboe, clarinete, fagot y trompa) y un cuarteto de cuerda (violín, viola, cello y contrabajo). Esta amplia plantilla —para una obra de cámara— no se utiliza en efectos orquestales o de masa. En todo momento se mantiene la pureza de líneas de las grandes obras de cámara mozartianas. Es el color y su poder de evocación lo que preocupa principalmente a Martinů. Así, el primer movimiento respira un inconfundible aroma de orquestina de pueblo checo. Es una danza jovial, una escena bañada por el sol. Este recuerdo de su juventud es una suerte de Dvořak neoclásico y trascendido. La danza deja su lugar a las evocaciones nocturnas del movimiento lento. El solo de violín desarrolla un ensueño lleno de esperanza que pronto se ve turbado por el dolor y la tragedia. El final de este andante recupera el sentimiento incial, terminando en medio de una sentida paz.

En último lugar un rondó de rápidos cambios rítmicos y sutil perfume checo vuelve al sentimiento incial, matizado sin embargo por un sentimiento desconsolador que baña lo que de otra forma sería una alegre danza campesina. La coda pone fin a la obra con un himno "a los campos y bosques de Policka", según escribía el humilde compositor. Este canto al unísono se pierde finalmente en pianissimo, como un sueño.

Este noneto trasciende con mucho las modestas explicaciones de Martinů. Es un canto a todas las patrias de todos los tiempos, el sufrimiento de todos los exiliados transmutado en arte de una forma irresistible. En las antípodas de la neurosis Mahleriana o Chaikovskiana, Martinů reflexiona sobre los mismos temas que aquéllos: la cercanía de la muerte y la soledad, el exilio; interior en aquéllos, auténtico en el caso del checo. Pero Martinů no pierde el tiempo en lágrimas ni en sollozos. Separado de su tierra natal, la reconstruye con sus recuerdos, aún por un instante antes del fin. Al hacerlo, trasciende tanto su triste situación como su propia patria, haciéndolas universales, como sólo el verdadero arte puede conseguir.